Hay algo
fundamental en la vida de todo estudiante: la rutina. Si este estudiante lo que
estudia es una oposición, entonces pasa de fundamental a vital. Rutina o hábito
de estudio: esa secuencia de horas preestablecidas que le dedica un estudiante
a su materia de estudio, de forma invariable a lo largo de la semana y que
permite, no sólo ir paso a paso haciéndose con el temario, sino establecer un
orden mental para visualizar lo que hay, lo que ya sabemos, lo que queda, y
cómo lo llevamos. Y sobre todo, es un metrónomo infalible. Te marca el ritmo,
sientes el tic tac de la cuenta atrás tras tus talones y eso te convierte en un
ser muy organizado y eficiente. Te convierte, casi seguro, en un opositor de
esos que consiguen la plaza.
M. intentando repetir la hazaña |
En mi caso
personal, aplicar esta máxima a mis años de estudiante no tendría ningún
sentido, porque jamás he sido capaz de seguir una rutina fija: yo era de las de
a mí no me vuelve a pillar el toro ni de coña, y siempre, siempre, acababa
viéndole el asta mucho más cerca de lo académicamente recomendable. Pero bueno,
fui saliendo más o menos airosa de esas situaciones de riesgo estudiantil, no
sin envidar mucho a esas personas organizadas que cumplían los organigramas con
eficiencia marcial.
Pues bien, la vida
me tiene ahora en una situación estudiantil límite: opositando. Y es que
oposición es gemela de rutina, no hay una sin otra, no existen opositores sin
rutina. O bueno, sí existen pero no tienen prisa. Salvo yo. Mi Plan C no es un
plan a largo plazo, mi Plan C es un plan impaciente y con tiempo limitado. Y no
tengo rutina.
Igual, decir
así, en frío, yo oposito sin rutina es un poco exagerado.
Existir, lo que es existir, mi rutina existe. Sobre el papel, eso sí. Es decir,
en teoría yo tengo tres mañanas a la semana en las que empaqueto a M. con una
gran parte de sus pertenencias y lo envío por correo urgente a casa de mi
madre, la abu, de nueve a dos. En teoría, cuando él se duerme a eso
de las ocho de la tarde, yo tengo todavía otras cuatro horas diarias para darle
al temario. Y, en teoría también, los fines de semana voy a recuperar las horas
que, por lo que sea, vaya perdiendo a lo largo de la semana.
Pues, ay de mí,
ese por lo que sea se ha convertido en la mayor parte de mi
semana en teoría rutinizada: M. no acaba de aprender a andar y no da tregua a
la exploración guiada que se trae por toda la casa; un virus maligno y enviado
sin duda por algún opositor que quiere mi plaza se ha instalado en su pequeño
cuerpo y nos ha traído - y nos trae todavía con sus últimos coletazos- por la
calle de la amargura; la comunidad de vecinos ha enloquecido de pronto y raro
es el día en el que no hay movidilla; y, así por añadir otro ejemplo, de pronto
cogen y programan los de la tele tres series a las que estoy enganchada en el
mismo día y claro, joé, tengo que ver en los días siguientes los
dos que se me quedan pendientes.
Eso que os
cuento son los ejemplos, digamos, más generales. Nada tienen que ver con los
pequeños retrasos diarios que van, poco a poco, acumulando minutos en mi saco
de retrasos con respecto a la rutina establecida, y de los que puedo
enumerar una pequeña muestra: estamos a punto de salir y M. arruga la nariz a
la vez que mueve la mano mostrando con una gracia infinita ese gesto universal
que indica qué mal huele aquí, y tengo que arrodillarme y soltar la
cartera y su mochila y las llaves y cambiarle el dodotis antes de salir, con
toda la parafernalia de pedorretas, cánticos y mosqueo infantil ante ese toque
de cojones -literal-. Puede ser que me encuentre recogiendo el ordenador para
guardarlo en la cartera y M. decida que quiere ayudar y entonces salte con esos
dedos mágicos una tecla, y tardemos una hora más en salir intentando pegarla.
Puede pasar también que paramos a echar gasolina y de pronto toquisqui quiera
tocar las mejillas al niño, o decirle alguna cucada absurda de esas que él paga
con una mirada de total indiferencia. Esas señoras, (es que casi siempre son
señoras) las que sueltan las cucadas con voz de pito y muy cerca de la cara del
niño, son de esa clase de mujeres que ante la prisa evidente que muestra la
madre, con frases tan poco indirectas como bueno, hijo, di adiós a la
señora que es que vamos muy tarde, ¡uyyy qué tarde es!, no reaccionan.
No sólo no reaccionan, si no que se apoltronan todavía más en ese momento
comparativo: uy, pues el nuestro ya tiene dientes; ¡tenías que ver a mi
nieta, esa sí que está espabilada!; ¿y le das la teta o tú eres de las biberón? y
cosas por el estilo. Son esos momentos en los que la perspectiva de una mañana
de biblioteca entera para una sola enterrada entre sabiduría y estudiantes sin
preocupaciones maternales, se antoja casi como el paraíso.
En definitiva,
este desbarajuste es más o menos la no-rutina de una madre que oposita. Lo más
gracioso del asunto es que creo con bastante fuerza que eso que todos hemos
pensado alguna vez y que viene a decir mis padres hacen magia, ¿cómo
hacen para que les de tiempo a todo?... ¡es cierto! No sólo voy más o
menos al día -más o menos, ¿eh?- sino que el resto de la vida sigue casi, casi
igual.
Casi,
casi.
Otro día cuento
lo que cabe entre los dos casis, que ahora el niño duerme y me
voy a recuperar todos los por lo que sea que me han destrozado
la rutina planificada para hoy.
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