Páginas

viernes, 30 de agosto de 2013

El gato

Y bueno, vengo a comentar otro detalle que demuestra que no he cambiado con la maternidad. Que conste en acta que mi post de hoy iba a ser un post tranquilito, para que no se me olvidara y quedara escrito cómo ha sido volver a casa tras las vacaciones y verlo todo en stand by, ver que tres plantas murieron pero como compensación una nueva trepadora y de color morado intenso ha crecido de la nada y se ha hecho dueña y señora del jardín, ver que los vecinos también se han puesto morenos, reconocerlos en esos rostros color de vacación y volver a contestar a todos que bien, gracias, la familia bien. 
Pero ha pasado algo.
Yo soy de esa clase de persona a las que cualquier animal que sea más grande que un periquito, le acojona. Esto es así desde que siendo yo una niña inocente y con el pelo cortado a lo menina, fui atacada por un labrador negro como el carbón y gigante como un gigante -palabras exactas con las que yo describí en lo sucesivo a mi agresor-. Este miedo a cualquier animal, ya digo, más grande que una rana más o menos, no solo no ha desaparecido con el tiempo y la maternidad, sino que se ha acentuado. Yo convivo con este tema de manera racional: veo el peligro y me pongo en alto.
Así que esta tarde, estando los tres en salón cada uno a lo suyo – M. en su mantita tocando la pandereta con una cuchara de palo, el padre viendo un concierto en la televisión y yo dale que te pego a la tecla-, se ha producido un acontecimiento que ha tenido como protagonista a un puto gato. Sí, el gato de la vecina, ese que también tuvo su momento de gloria con el tema de las hormigas y que podéis recordar aquí 
El padre,  en un momento en el que el chip de padre ha encendido la voz de alarma que más o menos salta cada tres minutos y te hace mirar aunque sea un segundito en dirección al niño, ha girado la vista a la derecha, la ha vuelto a girar hacia la tele, y la ha vuelto a girar a la derecha. En este momento, tras constatar lo que la primera vez le ha parecido un espejismo, se ha puesto en pie y ha gritado:
-!HOSTIA, UN GATO!- pero con la misma voz de alarma con la que hubiera gritado ¡hostia, un volociraptor!
Lo reconozco: me he subido al sofá. Alguna podréis pensar que he cogido antes al niño, por aquello del instinto de protección de la prole y tal, pero no. No, no y no. Ahí se ha quedado M. mirando al gato, alucinao, y mirándome a mí subida al sofá cojín en mano. Como si el gato fuera una rata, vamos.
Al fin el padre ha reaccionado ante mis gritos -¡un gato, un gato, hay un gato, un gatoooo!- y ha cogido al niño. Y aquí viene mi momento de gloria, cuando no sé por qué razón nos hemos hecho un lío entre los dos y he acabado haciendo lo que nunca pensé que haría: sin bajarme del sofá, en cuclillas y con un grima que rozaba el asco, he cogido al puto gato por el pellejillo ese que se les queda en el cuello (con mucho cuidado, ¿eh?) y lo he llevado hasta la calle corriendo y alejado de mí como si llevara una bomba. Lo he posado todavía con calma en la acera y he vuelto con un ataque de histeria corriendo hasta la casa. M. se descojonaba.
He cerrado la puerta a toda leche y me he apostado junto a la ventana de la cocina para controlar sus movimientos. El cabrón lleva sin quitarme ojo toda la tarde, tumbado como un marajá en mi jardinera y con una cara que dice: este es mi territorio, maja, y ni pellizquitos en el cogote ni zapatazos amenazadores lo van a cambiar.
Se ve que lo del pájaro fue sólo un aviso.

domingo, 25 de agosto de 2013

Las niñas

A lo largo del verano, toda la familia vamos sacando algunos días para pasar por el pueblo. Los primos pequeños, lo de menos de dieciocho, se tiran aquí todo julio y agosto, asilvestrados a más no poder. Los mayores, los que tenemos responsabilidades laborales o familiares nos buscamos más la vidilla, unos días de aquí unos días de allí…y fundamental, los días de las fiestas.
El resultado de todo esto es que hay momentos en los que nos juntamos gente de entre cero -M.- y ochenta y nueve años -mi yayo-. Esto, quieras que no, da pie a un sinfín de situaciones tiernas, bonitas, complicadas, atípicas, tópicas y bastante divertidas.
Yo no sé si esto ocurrirá en todas las familias, pero en la mía, mandan las mujeres. Esto es así. El género masculino se mantiene en un discreto segundo plano, decorado con chatos de vino de la tierra, conversaciones sobre lindes de hace casi cien años, partidas de mús y monedas de cincuenta céntimos para que los nietos las gasten en el kiosko de la plaza.
Como digo, las mujeres somos las que aquí partimos el bacalao: hoy se comen patatas guisadas, mañana vamos a por los higos, que alguien recoja esa tomatera que está que se viene abajo, hay que poner el robot limpiafondos en la piscina, llévate la chaqueta, Fulanito, que ya empieza a refrescar.
Es por tanto habitual asistir a una de las conversaciones multigeneracionales que se dan en verano en la piscina de la familia, y en las que todas las partes participantes somos mujeres (menos mi chiquitín claro, que también comenta sus cositas en ese idioma propio que tan loca me vuelve).
Ayer fue uno de esos días.
Aquí es tradición que el día que comienzan las fiestas, todas las peñas suban desde la plaza hasta la iglesia tras la banda municipal, vitoreando al santo. Eso sí, todas las peñas llevan consigo un elemento indispensable y sin el cual quedan casi excluídas de la procesión: un carro de los del supermercado llenito de alcohol, normalmente un buen bidón de sangría rodeado de un sinfín de botellas multicolor, para que no falte.
Claro, hasta ahora las niñas de la familia eran eso, niñas. Se hacían sus camisetas de la peña, se la ponían, les hacíamos fotos en la entrada de casa y bajaban a la plaza para subir de las últimas, casi escondidas entre los rezagados que en el último momento decidían acercarse a ver el chupinazo. Poco a poco, han ido dando un paso más en el ritual: este año subimos tras todas las peñas, este año nos recortamos la camiseta porque queda más guay, este año subimos con un vasito de fanta al que alguien nos ha invitado y éste año, (antes de ayer), montamos el carrito y nos tiramos toda la mañana en el garaje preparando la sangría. Esto ha supuesto casi un cisma familiar.
Hay tías comprensivas, que a todo le quitan hierro, y hay tías radicales, que no están dispuestas a consentir que niñas de dieciséis años suban arrastrando un carro de alcohol la cuesta arriba.
Horas antes de la borrachera general en horor al santo, en la piscina:
-Mamiii (así con voz cantarina y un poco de pito como para ablandar el corazoncito materno), hoy es el chupinazo.
-Ya, menuda horterada de verdad.
-Es la tradición, la costumbre, ya sabes…bueno nosotros este año hemos comprado un carro para llevar la sangría, ¡adios!
-¡Eeeeh! ¿Con el permiso de quién? Tú no subes con ningún carro porque lo digo yo, porque eres menor y porque no nos estamos matando padres, profesores y autoridades a decir no al alcohol para ahora, porque San Bartolo lo bendice, aplaudir semejante actitud libertina.
Aquí las nenas empiezan a arremolinarse alrededor de la tía que ha dicho que no, a mirarse entre ellas acojonadas perdidas por si se quedan sin chupinazo y a mirar a su vez a la tía más pachorra para que las eche un capote. Y ese capote, claro, llega. En todas las familias está la tía fiestera.
-Bueno, hombre, por un día…además que ellas no beben, no ves que es para invitar a los mayores.
-Claro, sííííí, a los mayores, es para los mayores, nosotras qué va, qué asco la sangría es para invitar a los mayores, es para los mayores– parecen gallinitas asustadas moviendo las manitas hacia arriba y hacia abajo mientras hablan para que se les sequen las uñas que se acaban de pintar.
Tras un rato de lágrimas, malas caras, negociaciones – ¿ y si voy al chupinazo y vuelvo a las tres en lugar de a las cinco?-, regañinas y rifirrafes entre las tías, se oye una voz:
-Y digo yo…. 
Y todas nos callamos y sólo se oyen las chicharras, el parloteo de M. y el runrun de la depuradora a lo lejos, todas suspendidas en ese momento esperando a oir lo que tenga que decir la yaya.
-Y digo yo- repite-, ¿y qué malo hay en que las niñas suban con el carro? Si es el día de fiesta, venga corriendo pa’la plaza hijas que ya las madres no dicen más.
Y cogen rápidas las mochilas llenas de bikinis, regalices, gomas del pelo y cacaos y desaparecen corriendo sin mirar atrás más que lo justo para comprobar que sus respectivas madres no han torcido el morro más de lo normal y avisando por whatsapp a la panda que sí, que ya bajan, que les vayan preparando su vasito del bidón de la derecha, sí, ese que parece que es limonada pero que está animadito con nosequé.
Como si los demás no hubiéramos tenido dieciséis años en el pueblo. :)

viernes, 23 de agosto de 2013

La chispa adecuada

A veces, eso es lo que pasa. Salta la chispa adecuada: el lugar preciso, el momento justo, la persona perfecta. Y cuando menos lo esperas, todos esos elementos se alían, se aúnan, se ponen de acuerdo para que esa tarde de fútbol, en el campo del pueblo animando a los del equipo de la familia, salte la chispa y alguien, así por que sí, te mire a los ojos y te pregunte ¿cómo estás?, mientras con la cabeza señala a M. y yo entiendo que no es un cómo estás general, superficial, si no un cómo estás de verdad, cómo te sientes, qué pasa con tu vida.
Y esa chispa es la adecuada para que el ruido de fondo de las gradas llenas de niños y mayores que comen pipas y gritan el nombre de los jugadores e insultan al árbitro y sacan la cara por cualquiera que lleve la camiseta naranja, ese ruido, digo, sea un murmullo que se atenúa mientras pienso antes de responder.
Preguntar a una madre reciente y novata cómo estás es un poco temerario, siempre te va a responder según como esté el churumbel en ese momento: esto es así y viene con el gen de madre. Muy probablmente, pasen muuuuchos años antes de que esa madre pueda responder sin pensar en cómo está su descencendia. Eso pasa mucho:
-¿Cómo estás, Fulanita?
-Pues aquí estamos hija, que ahora han echado a mi Menganita del trabajo
ó
-Pues bien, ahora todo el día con el niño que le han caído siete a ver si recupera.
Esas cosas.
Así que estar, estoy bien, respondo mirando a los ojos a quien me pregunta. Nada es como imaginas que sería, nada sigue siendo igual, nada significa lo mismo ni se mide de la misma forma desde que aquí el de los ojos lindos ocupa su lugar fuera de mí.
Una intenta seguir siendo la misma, claro (lo que no te voy a contar a tí, interlocutor, es que me paso los días intentando que mi misma manera de ver la vida tras parir quede reflejada en un folio en blanco virtual y llegue a alguna persona), y aunque cuesta, en ello estamos. Pero nunca más vuelves a pensar en ti primero. Cualquier plan, sea el que sea, está supeditado a M. y sus necesidades, hasta la más mínima. Si estamos aquí y de pronto marcan un gol y el Nogalillo se viene abajo y M. se asusta por el estruendo de doscientos lugareños encervezados y acolaros, pues le cojo y me escabullo por una esquina y me alejo con él por el camino de nogales hasta que se calma, aunque me joda perderme los otros goles, aunque no veamos al primo recogiendo el trofeo. Aprendes a valorar esa otra realidad, esa otra vida que te pierdes cuando lo que importa es lo que quieres tú y no lo que necesita tu hijo.
Luego está el tema de la ubicuidad. Puedes dejar el niño a la abuela, al padre, a los tíos… le sentirás cerca aunque estés en el lugar más bonito del mundo y te encuentres más a gusto que un arbusto en la pelu, en un spa o dándolo todo en un concierto. No dejas de pensar en él, y si algún momento lo logras…te metes la mano en el bolsillo y te encuentras una toallita reseca o una galleta chuperreteada y vuelves a pensar en sus manitas llenas de arena o sus pies clavados en tus riñones a la hora de la siesta. Y lo echas furiosamente de menos, y hay que aprender a controlar esos nervios de y sí y sí y sí…y sí nada, monada, que no le va a pasar nada.
Cuando tengo algún ratito para mí lo aprovecho a tope, me recargo las pilas, me renuevo por dentro si el agobio me acecha, me cuido por fuera porque me apetece y me gusta, preparo exámenes, organizo proyectos, cotilleo con amigas, hago comida o bailo una canción.
Te cambian el cuerpo y las costumbres. Te vuelves más fuerte, duermes menos pero te cunde más. Planchas menos, lavas muchísimo más, ríes el doble por muy risueña que fueras, lloras por lo menos el triple, sobretodo de felicidad y preocupación. El tiempo vuela, aunque hay ratos que se te hacen eternos. La responsabilidad por su felicidad y su integridad a veces te agobia hasta el punto de ahogarte, pero habrá algo cada pocos días que te diga que lo estás haciendo bien: una sonrisa ante algo bonito, un beso cuando no te lo esperas pero lo necesitas, una mirada que todo lo pone de nuevo en su lugar.
Yo te miro y te digo, amigo de la infancia veraniega a punto de ser papá, que estoy -estamos- y estaréis bien. Te agradezco infinito este rato conmigo para hacerme sacar y contar lo que siento al ser la mamá de este terremoto que ya se aburre y me gira la cara para que le mire a los ojos y le lleve a ver el final del partido que se termina y la gente que se va satisfecha a cenar.

martes, 20 de agosto de 2013

¿Y tú, de quién eres?

Hace mucho calor. El runrún de los preparativos de las fiestas patronales no deja de latir como soterrado en el ambiente: ahora el eco de la disco móvil en la plaza, ahora el resonar apresurado de las sandalias de los críos que participan en la guerra de agua que llena de pronto la calleja, ahora los abuelos esperando a la fresca los coches de la familia que vienen desde Madrid. Si miro hacia arriba, veo la madera del balcón del piso de arriba. Si miro hacia la izquierda, la casa de enfrente pintada de blanco y con las ventanas abiertas de par en par. Hacia la derecha, el padre y mi niño duermen en el sofá tranquilos. Yo escribo sentada en el balcón todavía caliente del día agotador de sol que hemos tenido, escucho a los niños jugar a fuga y oigo trastear a mi hermana en el baño arreglándose un poco para salir con la pandilla a dar un paseo nocturno.
Bucólico, diréis.
No lo niego. Aunque ahora mismo me sentiría igual de bien sentada con el portátil entre las piernas en las puertas del infierno, siempre y cuando pudiera estar disfrutando de este momento de paz espiritual que me he ganado a pulso desde que llegamos al pueblo.
Llevamos dos días aquí y creo que han sido suficientes para que mi eficaz y agotadora estrategia surta efecto: sí, soy la peor madre del mundo por darle el pecho siempre que me lo pide; también por llevarle en la mochila portabebés y no en el carro, hombre, dónde va estar el niño más a gusto que ahí aunque subir estas cuestas empujando un carro con un diablo de Tasmania retorciéndose en él equivalga a perder diez años de vida; también lo soy porque tengo al niño enmadrado y cuando me busca acudo rauda y veloz hasta que se calma, porque me meto con él en la piscina, porque me revuelco con él por el césped, porque merienda cuánto quiere, porque no digo que es un llorón cuando llora, porque me la suda que no sea un machote y si se me mete un coscorrón se deshaogue hasta que lo necesite.
Creo que una vez desplegado nuestro sistema vital ante la familia extensa (hermanas de mi abuela, primas de mi madre, hijas de las primas) y aceptadas tooodas las críticas veladas y no veladas, todas las extrañezas, todas las preguntas, todos los por qués, nos quedan diez días tranquilitos.
-Ya no se cría como antes, hija- me apoya mi abuela, cejas hacia arriba y mirada comprensiva incluída.
-No, yaya, ya no se cría como antes. Aunque si lo piensas bien…mira: tú les dabas el pecho mucho tiempo porque nadie os decía que lo dejárais, tú no tuviste una cuna hasta que nació el quinto de tus seis hijos, tú te los llevabas al corral todas las mañanas hasta que empezaron el cole…
-Pues también es verdad, qué narices.
Por otro lado, estoy flipando con los vecinos del pueblo. Me ven caminando por ahí, y como no les sueno porque venir lo que se dice venir no vengo a menudo, me preguntan sin pudor:
-¿Y tú, de quién eres? - ellos
-De tío Cele Churrero- yo
-Ah, ¿de la Rosi o de la Tomi?- ellos
-De la Rosa, de la Rosa– yo.
Hasta aquí, podría ser normal; tienen curiosidad por la nueva vecina y la calman por el camino directo: preguntando.
Pero luego está el otro tipo de vecino, el que es mayor mayor y ha visto a mi madre crecer correteando por aquí: pues bien, para ellos el tiempo debe de ser más benevolente que con los demás y no pasa, lo cual es un halago para mi madre y una putada para mí:
-¡Rosisi, hija, no pasan los años por ti! – se alborozan ellos.
-Ya, bueno…soy su hija- gruño yo
Y el último tipo de vecino, el vecino que cortocircuita y no hace nada por ocultarlo y/o disimularlo. Resulta que mi hermana y yo guardamos un gran parecido físico, casi casi perfecto si no fuera por la nimiedad de que nos llevamos diez añitos de nada.
-Pero hija mía, ¿tú tienes un hijo?- preguntan ellos casi con las manos en la cabeza y los ojos a punto de salirse de sus respectivas órbitas oculares y echar a rodar por las cuestas mortales del pueblo.
-Em, sí, sí. Mira, M., saluda al tío (no importa, sea quien sea, aquí en el pueblo se le conoce como tío y luego un mote: tío Calderas, tío Hormiga, tío Pepino) – digo yo.
-Bueno hija, sí que es bonito, pero…¿y quién te lo cría?- se alarman ellos.
-Ains, no soy la hija pequeña de la Rosi la Churrera, soy la mayor- aclaro yo.
-Ah bueno hija, ya decía yo, pero se ve cada cosa por ahí que...- suspiran ellos
-Ya, ya, tío, qué me va usted a contar. Ale, hasta otro ratito- zanjo yo.
Y así, entre gente que ve cómo las nuevas generaciones nos reproducimos sin miedo y vamos modernizando un poco la forma de criar, de relacionarnos y de amar, van pasando los primeros días del periodo que pondrá punto y final al primer y perezoso parón estival de nuestra pequeña familia de tres.

martes, 13 de agosto de 2013

Patatita

Estás empezando a no dejar de parlotear, M., y te juro que se me pasan los minutos embobada tratando de entender a qué te refieres cuando dices patatita. Si ya encima has encontrado un punto de apoyo y te puedes poner de pie, la patatita se repite hasta tres veces: patatitapatatitapatatita con ojos brillantes y sonrisa radiante que muestras orgulloso y triunfal por haberte podido levantar, al fin puedes hacerlo solo después de meses de depender de que el papá o la mamá te ayudaran a subir ese culito gordo el palmo escaso que te lo separa del suelo.
Tu parloteo me acompaña desde por la mañana, no callas más que cuando te llevas el cachito de pan a la boca y lo saboreas despacio, cogiendo miguitas con los dedos y estudiándolas lentamente antes de tirarlas al suelo. Tienes una voz que al principio es un poco ronca y según vuela la palabra fuera de tu boca se va suavizando hasta ser un grito agudo y radiante en la última letra, justo antes de repetir patatita, o cambiarlo por gugu o por pacum pacum o por piticum, tus otros palabros mágicos que de momento tan sólo tienen significado para ti.
Pasan los días rápidos. Muy rápidos.
Me has roto el Bloc Mayus y te partías de risa con la tecla en la mano, te regañé un poquillo y me mirabas con cara de pillo, con la nariz brillante de sudor y los morritos preparados para decirme papa. No hijo, yo soy mamáMaaaaamáaa. Mammma, me dices por fin. No sabes lo que es, pero me da igual. A veces me imagino qué palabras inventarías si fuéramos británicos, cómo entonarías si en lugar de mamá yo dijera I´m mum. Pero nuestra casa es esta, y tú estás creciendo oyéndome llamarte cuchifrito, cuscurro, gordito, corazón de melocotón. 
Te grabo una y otra vez y cuando te das cuenta de que tengo el móvil en alto y que no digo ni pío y que no te contesto, te callas. Te pido bajito que me digas algo, y como resignado, medio riéndote, me regalas lo que quiero atesorar con tanto empeño: patatita.
Tu voz, hijo,  ha sido de lo más bonito que me ha traído el verano.