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viernes, 24 de enero de 2014

Herencia genética

Una de las cosas más fascinantes de este mundo de luz y color que es la maternidad sucede nada más conocer al descendiente: resulta que el ser que acabas de parir es prácticamente igual a alguien que ya conoces, pero en pequeño. En mi caso fue inmediato: me lo pusieron sobre la barriga, le miré a la cara y me salió del alma dejar patente entre los asistentes sanitarios y el padre del niño que éste era igual que el abuelo Paco. Que solo le faltaba el bigote, vamos. 
Lo cierto es que este asombroso parecido con su abuelo paterno duró unos minutos, para pasar gradualmente y sin vuelta atrás a ser un clon de su padre. A día de hoy tiene los mismos ojos, el mismo pelo, el mismo cuerpo que él cuando era pequeño. De juzgado de guardia, algunas personas hasta me han dado el pésame porque el crío no haya heredado de mí ni un miserable rizo, nada, ni medio caracol... hay incluso algunas personas que me han llamado fea de un modo bastante diplomático: uy, este niño es precioso...es igual que el padre ¿no? Tu puta madre, fue mi interior respuesta :)
Pero bueno, bueno... yo lo que me disponía a hacer era dejar por escrito un hecho para tranquilizar -caso de estar intranquilas- a esas madres que no ven en sus retoño ni una diminuta sombra de sí. A esas madres morenas que paren niñas rubias, a esas madres rubias que paren ángeles de ébano que tienen hasta el blanco de los ojos del mismo color exacto que el orgulloso padre, perteneciente seguramente a una orgullosa familia que no dudará en presumir ante todo el que se le acerque a menos de tres metros con una sonrisa que les saldrá de las cara de que el niño ha salido a nosotros. 
Primer plano de la maniobra
Estad tranquilas, madres con poca fuerza genética. Estad tranquilas porque el día menos pensado, empezarán a aparecer gestos, miradas, movimientos...en los que diréis: ¡ahí, ahí! Ahora mismo es que es clavadiiiiito a mí cuando era pequeña. Cuando el padre/tía/abuelo paterno gire la cabeza para presenciar el milagro, el niño habrá vuelto a su gesto habitual y no habrá nada que hacer, además os mirarán con condescendencia como si les dierais un poco de pena, pobres, intentando buscar un parecido inexistente. 
Pero, insisto, tranquilidad. Llegará un día en el que el mundo haga justicia y esas estrías que decoran tímidas la parte baja del abdomen de las madres griten orgullosas que ya tienen razón de ser: son cicatrices del parto de un niño que lleva en sí algo de la familia de sus dueñas, o sea, las madres de esos niños. 
En mi caso...no, no es nada mío. El colega ha heredado de mi hermano. Bueno, no está mal, mi hermano y yo somos muy parecidos, es su tío, sangre de mi sangre...vamos, que quien no se conforma es porque no quiere. Y todas estas ideas para convencerme a mí misma de que mola mogollón tener un hijo que hace algo que hacía tu hermano me las iba repitiendo yo ayer mientras conducía hacia casa de mis padres, previa parada en la panadería de la familia para comprar el pan del día. 
La secuencia de hechos comenzó como a menudo, como casi siempre: yo llego, aparco un momento en la puerta, cierro el coche, entro corriendo a por el pan, salgo corriendo con la barra bajo el brazo y el cuscurro que siempre me regalan para M., abro el coche y M. grita: !PAMMM! Y yo le doy el cuscurro, arrancamos y seguimos nuestro camino mientras él mordisquea feliz y llenito de migas su trocito de pan. Pues ayer tuvo lugar un hecho histórico dentro de los anales familiares: M. comenzó a taladrar la pieza.
Este hecho podría haber pasado desapercibido si no fuera por el gran antecedente que tiene: mi hermano R., su único tío. Él fue el artífice, durante nuestra infancia, de uno de los hechos más asombrosos a los que yo he asistido: me brindó la posibilidad, bastantes veces a lo largo de los años, de encontrar una barra de pan totalmente vacía de miga y dura como el cemento después de su expedición de vaciado. Llegó a conseguir con el tiempo una técnica tan depurada, un acabado tan perfecto que hacía que nadie se diera cuenta de lo que había pasado hasta que estábamos todos sentados a la mesa preparados para partir el pan. Quien se daba cuenta lo iba pasando de mano en mano, atónitos todos ante el nuevo atentado panificador perpetrado en la más estricta clandestinidad por mi hermano mientras los demás estábamos a otras cosas. 
El caso es que esta técnica mejorada genéticamente por el tío ha llegado intacta hasta M. La maniobra, que ha tardado en aflorar pero ha aflorado triunfal, es la siguiente: con la mano izquierda se sujeta el trozo de pan -si encuentro a M. maniobrando con la barra entera me caigo de culo, desde aquí lo manifiesto- firmemente, apoyándolo si es menester en el regazo para darle un punto de apoyo que facilite la tarea. A continuación, y ya con la derecha, se extenderá el dedo índice hasta dejarlo en forma de garfio, doblando los restantes para que no molesten en la introducción del índice dentro de la apetecible, fría y siempre agradecida miga. Lo que queda es fácil: se escarbará con el garfio todo lo que se pueda, sacándolo cada vez que se consiga arrastrar una bolita de miga y dirigiéndolo a la boca, para saborear el botín. Con un poco de tiempo y otro poco de hambre, la maniobra da sus frutos: queda la corteza totalmente vacía a su suerte y el niño, muy probablemente, no quiera comer nada más, con lo que nos habremos evitado el momento lucha a la hora de comer. 

Lo mejor, además de las risas familiares rememorando las manos del tío haciendo exactamente los mismo movimientos que el sobrino, es poder gritar, después de un largo año y cuatro meses, que por fin el niño tiene algo de la propia familia. Que sí, que no es que sea algo tan vistoso como los ojazos azules, pero es, desde luego, una hazaña memorable y más útil de lo que parece: ¿quién va a ser el encargado de sacar los cochecitos de debajo del sofá desde ahora? ¿y las horquillas que se me caen entre le mueble del lavabo y la pared? ¿y las monedas de euro que llevan años viviendo entre el asiento del coche y el freno de mano a las que nadie es capaz de llegar, aunque sean la única manera de poder coger el carro del súper en un momento de necesidad total?

Así que bien pensado, qué demonios... donde esté la maniobra atrapamiga, que se quite todo lo demás.

domingo, 12 de enero de 2014

La teoría de la evolución


Estar preparando a marchas forzadas una oposición para profesora de historia supone una serie de cosas, destacando entre todas ellas una que marca todos los demás: la creación de un batiburrillo mental entre presente y pasado difícil de digerir. Digo esto porque ya van dos noches en las que me despierto de madrugada acojonada perdida pensando que el chamán con el que sueño está a mi lado invocando  a los mamuts, plantificado en mi mismísima mesilla de noche, entre el bote de nenuco y las gafas.
Hecho no evolutivo: pintarrajear en lugares prohibidos
Dejando a un lado estos sustos provocados por acostarme cada noche medio segundo después de haber cerrado el manual y sin tiempo para hacer el tránsito adecuado para recomponerme en mi realidad y no en la de mis antepasados, esta experiencia está suponiendo una fuente inagotable de nuevos saberes asociados. Por ejemplo: creo que hay algunos elementos humanos que no han evolucionado nada, pero lo que se dice nada, desde que el primer Homo Sapiens se irguió de entre sus antecesores y dio lugar a esta nuestra especie. Que está muy bien eso de que domesticaran a los animales y a las plantas, eso de dejar de ir un lado para el otro y asentarse en lugares concretos donde vivir en paz, con sus tierras y sus valles cultivados, con sus équidos pastando tranquilos a las puertas del poblado. Todos esos elementos fascinantes y misteriosos, junto a otros más culturales, fueron en su día los responsables directos de que hoy seamos como somos, tengamos la pelvis como la tenemos o de que las muelas del juicio nos jodan de lo lindo en ocasiones. 
Pero, ay, creo que he descubierto que hay cosas en las que nos hemos quedado anclados en el tiempo, en esos salvajes y misteriosos atardeceres prehistóricos. Por poner un ejemplo para empezar, así de pronto se me ocurre hablar de las madres prehistóricas. Podríamos afirmar sin desviarnos mucho de la pasada realidad que algunos momentos maternofiliales al pie de la choza neolítica tendrían, pero fijo, aspectos que podemos encontrar, sin despeinarnos lo más mínimo, en las familias de hoy. 
A simple vista saltan hechos como el parto, la lactancia... que evidentemente llevamos milenios haciendo como nuestras antecesoras: es fácil pensar en esas madrugadas glaciares en las que al asomarnos a las casas de ramas y piedras veríamos a las madres arrebujadas bajo las pieles junto a sus hijos, dándoles calor y dándoles alimento. Preciosa estampa, idílica donde las haya y además de esas imágenes mágicas a las que echar mano para evadirse cuando aparece tu hermano y te dice así como si nada: ¿y hasta cuándo va a estar el niño chupando de la teta? Más que nada porque el día menos pensao, te raspa con el bigote. 
Pues bien, además de este tipo de conexiones evidentes y orientadas al tema biológico, aparecen otra serie de pensamientos más tendentes al comportamiento de los enanos. Son esa serie de comportamientos para los que da igual ir en taparrabos que con pijama de Mickey, estar a la puerta de un poblado o a la puerta de una tienda en un inmenso centro comercial o tener una madre que estudia o una madre que pinta animales y secuencias misteriosos en las paredes.
Uno de estos comportamientos aparece ilustrado más arriba: efectivamente, la evolución para eso no ha andado lista, de modo tal que un niño de menos de tres años, sea lo que sea lo que tenga la madre entre manos, lo querrá tener él. Esto es así hoy y seguro, pero seguro, que era igual hace miles de años. Para triunfar en su propósito, el niño no dudó/dudará en trepar por las piernas de la madre o por el sofá, para coger la cara de la progenitora con las dos manos rechonchas y calientes y girarla hasta el límite físico que evita romperse la nuca para colocarla en la posición mágica: aquella en la que los ojos preciosos del hijo quedan a tres centímetros de los ojos ojerosos de la madre y que dicen: déjame pintarrajear, mami. La madre, evidentemente, no le dejará. Pero la madre es humana y en un momento dado se moverá del lugar de estudio o meditación y el niño, listo como sólo puede serlo el último descendiente de una gran estirpe milenaria, encontrará  el trozo de carbón y dibujará en la pared de su madre chamana de la tribu o encontrará el pinturín escondido y dejará su huella en el manual de historia de su madre -a duras penas- opositora. 
M. celebrando alborozado un momento
yosolito culminado con éxito
El otro ejemplo del que estoy segura también encontraríamos muestra en el pasado más prehistórico es el de la posición culo hacia atrás, también conocida como posición yosolito. Esta posición no es otra que la que el niño empieza a ejercer en una proporción que aumenta al mismo tiempo que su independencia, y que empieza a poner en práctica desde el mismo día en el que aprende a estar solito de pie. La posición suele reunir una serie de requisitos básicos: un niño agarrado a algo inestable, una madre que ve avecinarse la hostia y ese mismo niño empecinado en que él solito, puede. La sucesión de hechos lleva siglos siendo más o menos como sigue: el niño agarrado a una viga de madera inestable en el interior de un granero colectivo en un poblado neolítico el corazón de Europa o a la puerta de cristal de un establecimiento hiperfamoso en un centro comercial en pleno siglo XXI, decidirá que quiere dar un paso hacia un lugar todavía menos estable; la madre, preocupada por la integridad tanto del hijo como del entorno, acercará la mano cauta y entonando cantos de sirena para atraer al hijo hacia sí y evitar los hechos que probablemente ocurrirán. El hijo, nada más divisar la mano materna, pondrá en marcha la posición: piernas entreabiertas, brazo libre hacia atrás con el puño cerrado y culo en pompa jugando casi a romper el equilibrio, agachando tanto el tronco que ves la frente y el flequillo del niño limpiar el suelo de mármol pulido. Si habla dirá: yo solito y si no habla, gruñirá muy cabreado -el caso de M.- antes de dar su paso triunfal. 
Afortunadamente, lo más normal es que -contra todo lo horrible que la madre pronostica- no pase nada y que el enano lo tengan todo bastante controlado, culminando la hazaña con una sonrisa de esas que hacen época. Ahora, que si el granero se viene abajo o la pequeña nariz acaba estampada contra el cristal del Primark, los lagrimones en busca de mamá y los achuchones curatodo, creo yo, son igual de sentidos que hace diez mil años. 
Para el tema del amor por los pequeños y la necesidad de mamá en momentos difíciles, parece que la evolución supo llegar a su límite máximo enseguida :)