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jueves, 27 de marzo de 2014

El bam bam y la independencia

Esto de criar es alucinante: un día no puedes ni atarte la zapatilla sin hacer malabares con el enano entre las piernas porque no quiere estar en ningún otro lugar que no sea a medio palmo de ti, y al siguiente te descuidas medio minuto en cualquier menester y cuando quieres darte cuenta encuentras al heredero haciendo el spiderman en la escalera del salón a punto de meterse la galleta. Estos avances vitales desencadenan una serie de hechos de índole diversa, hechos que van desde la cara de pillo del muchacho que es cada vez más evidente según se va dando cuenta de las bondades de esa recién estrenada autonomía, hasta el bajón que supone darse cuenta de lo rápido que realmente, y por mucho que suene a tópico, pasa el tiempo. Pero entre ambos hechos surge otro de gran importancia, un hecho que aparece en las vidas de casi todas las familias normales de vez en cuando, y siempre cuando menos se le espera; es un hecho mortífero y desde luego peligroso, ante el que se hace necesario ir bien pertrechado de víveres y con una buena preparación mental. Este hecho no es otro que la visita a Ikea. 

Spiderman en acción

En nuestro caso no ha sido una visita de esas suicidas en las que se entra al mundo sueco a la deriva sin saber muy bien lo que se busca; no, no. Mi madre, M. y yo íbamos con las ideas súper claras: unas puertas de esas que salvan las vidas de los niños que ya andan al cerrarles el paso a las escaleras y un mueble para guardar los incontables zapatos de mi hermano. Nada, tarea sencilla, cuestión ligera: tres horas y cuarto, unas campeonas. 

El tema es que M. ha decidido que hoy era un buen día para darme otra estupenda lección en cuanto a independencia, a mí es que este muchacho me agota y fascina a partes iguales. Todo empezó estas Navidades, cuando vi en el catálogo del lugar donde cada esquina te dice cómprame una cestita de frutas de tela maravillosas, unas frutas de juguete que parecían hechas a la medida de M., pero que estaban agotadas. Y yo no me había olvidado de la dichosa cestita en todos estos meses, centrada en la idea de comprarla la próxima vez que tuviera que ir a por las puertas para la escalera, en un momento en el que ese día incierto en que M. pudiera subirlas parecía muy, pero que muy lejano. 

Y ese día ha llegado, claro, ha sido hoy. Una vez cumplido nuestro deber y tras haber sobrevivido a la eterna exposición, me he dirigido niño en brazo a la zona infantil buscando decidida la cesta de frutas. Esta vez había mogollón, qué alegría. Emocionada le decía: ¡Mira M., frutillas!, y M. respondía: ¡Bam bam!, y yo decía Noo, no es un bam bam, son frutitas. Mira: fresas, un limón... y M.volvía a responder: ¡Noqui!*¡Bam bam! Y yo que frutas y él que bam bam y yo que no y el que bam bam. 

El gran momento del descubrimiento
Ha llegado un momento en el que se ha hecho evidente que algo pasaba y que no estábamos en la misma onda. Lo lógico sería tener entre brazos a un M. entregado a las frutas de tela, emocionado por los largos ratos de diversión que encontraría metiéndolos en alguna ensaladera, por ejemplo. Pero no. M. tenía otros planes, para los que había divisado algo infinitamente mejor: un carrito-andador. Los ojos se le han puesto como chiribitas, vamos, que ha tirado al suelo las frutas con verdadero ahínco sin dejar de señalar a la maravilla que le esperaba en la estantería. 

Al final ha ganado la batalla el carro, claro, las frutas me decían adiós apenadas desde su estantería cuando las he soltado resignada, pero  la alegría de M. me ha dejado claro que él ya había tomado su propia decisión. ¡Qué maravillosa independencia! 

Y la verdad es que ha sido una gran compra, de las mejores diría yo: tenía casi olvidada la fascinante sensación de estar leyendo en el sofá sin el mamáteta, mamánoqui, mamácaca...y la he recuperado gracias a las horas de paz que me ha traído el carrito bam bam. Las secuelas de esos momentos de asueto infantil se resumen en el botín del que M. se ha hecho dueño en la soledad de la cocina mientras yo me dedicaba al relax y al estudio de las instrucciones de la puerta para la escalera:

El botín de especias e infusiones
que ha encontrado M.
en la cocina desierta

Una cosa sí me ha quedado clara: creo que mientras dure la fiebre del carro, no voy a tener más trastos tirados por el suelo ni por los rinconcillos de la casa, además de contar con la facilidad de saber siempre dónde buscar los objetos desaparecidos: en el fondo del carrito. 

Así que las frutillas... las frutillas, ya caerán la próxima vez :)


*Noqui es la contundente forma de M. de decir No quiero. Adorable. 



domingo, 23 de marzo de 2014

Momentazo

Aviso a navegantes: con la maternidad, el nivel de moñismo se dispara. En serio. Roza a veces el absurdo y una se ve desde fuera y se ruboriza ligeramente e incluso en algunos momentos se daría una autocolleja para recuperar la compostura perdida en medio de la calle escenario de la última proeza infantil a cargo de su hijo. Lo que pasa es que luego se huele el pelo del pimpollo, o se le ve andando a pasitos cortos hacia atrás calculando de reojo la distancia para sentarse en el escalón del jardín con ademán de abuelo, o se ríe dormido... y a esas madres se les olvida que están en medio de la calle con media pechuga fuera, o que están en el jardín sin llaves a merced del primer golpe de viento que tenga a bien dejarlos en la calle con las patatas a medio freír o el tema del Modernismo a medio subrayar. Gajes del oficio maternal, nada importante. Es casi diario, que en los comentarios me lo corroboren las madres que lo saben, esto de flipar con lo bonito que hay en casi todos los movimientos y logros de los hijos.

M. protagonizando el momentazo
Pero luego, en el día a día maternofilial, además de estos momentos, hay momentazos. Conste en acta que estoy obviando con nocturnidad y alevosía las partes desesperantes de la crianza, que las hay y que darían por sí mismas para un blog aparte, en aras de que me quede un post bonito.

Señalo algunos momentos: que se quede dormido como por arte de magia tras un día agotador, que te dé las gafas por la mañana para indicar que ya es hora de bajar a desayunar, que un buen día salga por sí solo andando del coche cuando hasta ayer lo tenías que llevar en brazos hasta la puerta de casa, que elija lo que quiere merendar entre dos o tres cosas que le ofreces. Maravillas diarias que regalan gratis los enanos.

Pero luego están esas otras ocurrencias que se convierten en momentazos, actos que dejan a la madre de piedra y con el corazón blandito y a punto de caramelo; vamos, que luego detrás del momentazo vienen quince minutos de destrucción de mobiliario o de toqueteo compulsivo de perro sarnoso por parte del polluelo, y la madre no se entera de nada mientras sigue flotando en el recuerdo amoroso de lo que acaba de pasar.

Uno de los últimos momentazos para mí ha ocurrido hace pocos días, uno de estos días primaverales que nos ha regalado marzo así como adelanto de lo que vendrá, cuando bisabuela, abuela, madre de M. y M. avanzábamos por las calles de un pueblo de Madrid camino de uno de esos paraísos terrenales que aparecen de cuando en cuando en las aceras: una tienda de lanas. Lo que pasa es que como el paraíso no es igual para M. que para nosotras, se hizo necesario hacer turnos para comprar cada una nuestro botín lanero mientras la fiera corría entre los soportales que precedían a la tienda persiguiendo a los niños y a las palomas. Estábamos disfrutando de lo lindo madre e hijo mientras mi madre y mi yaya compraban media tienda, cuando pasó algo que yo calificaría de momentazo y que desde luego alzó mi ya de por sí vena sensible hasta cotas infinitas: vi a mi enano mediometro andando decidido hacía mí entre la poca gente que en ese momento caminaba por nuestro trozo de acerca, y cuando parecía que iba a hacer un quiebro y a desaparecer entre las columnas de los soportales para seguir jugando al escondite, siguió recto con el pelo al viento y los brazos abiertos y se agarró a mi pierna como un koala feliz, con una fuerza y una alegría verdaderamente impresionantes, ¡qué sensación! Se reía mientras apretaba los brazos y movía las piernas como bailando, feliz. Y fue ese uno de esos hechos que hicieron salir a la madre moñas que hay en mí y que casi me hizo llorar en medio de esa acera mientras esperaba a mis predecesoras.

Me parece importante no cerrar esta historia sin señalar otro hecho importante: ¿nada que decir de la destreza materna que rápidamente desenfunda móvil de bolsillo trasero, desbloquea, busca la cámara, apunta, dispara y captura la maravilla en el instante crítico en el que el soportal paradisíaco vuelve a ser más interesante que la pierna materna, para guardar documento gráfico de ese momentazo familiar? Lo que no le de tiempo a hacer a una madre... :)

domingo, 16 de marzo de 2014

Las largas tardes de sol

Ayer levanté la vista de la última página del último de los manuales que forman la parte teórica de la oposición. Y encontré cosas, muchas cosas: encontré la puerta de casa abierta al sol, los juguetes tirados en el jardín, un niño que anda que se las pela, que me dice mamá, que se ríe de cosas que nadie más que él ve o percibe, que come pan a escondidas; encontré también tortitas de maíz tapando la ranura por donde la impresora entrega las hojas impresas, amigas que escriben maravillas, un montón de ropa por planchar y un nuevo gato que viene a dormir al felpudo en las tardes cálidas y naranjas que se quedan flotando en el jardín desde hace algunos días.
La vista desde el tobogán-hamaca en una de esas
 tardes soleadas
La factura de estos dos meses de estudio a marchas forzadas no es larga: manuales llenos de manchas extrañas, brazo izquierdo más largo de lo normal de estirarlo sin levantar la vista del teclado para evitar hostión filial casi diario contra la mesa del salón, ojeras hasta la altura de la nariz y niño súper espabilado en plan capullo pillín que ha aprendido bien rápido a aprovechar los momentos de abstracción estudiantil de su madre para hacer lo que mejor se les da a los niños: maldades en silencio. 
Por lo demás, pasan los días sin tener noticias concretas de los detalles de la oposición, hecho importante en el sentido de que cada vez que oigo "ping" en el teléfono creo que es un email avisándome del momento y pierdo minutos de vida mientras abro la bandeja de entrada presa de la angustia y de la esperanza a la vez para encontrar, una vez más, que no es el mail. Nunca es el mail. 
De modo que contra todo pronóstico, no encontrar el correo avisándome de la fecha exacta no me cabrea más que un minuto, para pasar en el siguiente a valorar todo el tiempo que queda por delante y que ahora, ya con la parte teórica preparada, parece mucho menos amenazante de lo que lo era hasta antes de ayer. Me he sorprendido a mí misma en alguna que otra ocasión durante los últimos días, según veía llegar el fin del manual, pensando en maneras maravillosas de perder el tiempo y disfrutar de la vida sin hacer nada más que contemplarla, y decidiéndome por una que gana a las demás maneras por goleada: tumbarme al sol en el tobogán del parque desierto que todavía no conoce casi nadie en el pueblo mientras M. hace montañitas de arena y carreteras para su bambam, sin necesitarme más que lo imprescindible y casi siempre para decir mamma partido de risa y señalar los pequeños tesoros que encuentra: el perro que ladra, la moto que se escucha a lo lejos, la hormiga que trepa por mi zapatilla. Felicidad, en resumen.

Resumen que se completa con la gran noticia de que estamos de vuelta con un poquito más de tiempo para nosotros y un poquito menos de tiempo para el manual :)