Páginas

lunes, 28 de marzo de 2016

Oda al moisés

El moisés es el elemento de puericultura infantil que más he utilizado desde que llegó M. Recuerdo aquel caluroso día de agosto del año 2012, cuando con mi barriga de casi 9 meses monté el artilugio: patas por aquí, canastilla de mimbre por allá y funda hecha con mucho amor por mi mamá para su primer nieto. Allí se quedó montado, muy mono él, a la espera del primer sueño que M. fuera a echarse en él. 

Ese sueño, para desgracia del moisés, nunca llegó. Yo lo tenía todo preparadísimo, pero M. nunca estuvo muy por la labor de dormir en él. De todos modos, me dio como penilla quitarlo tan pronto, con lo que había trabajado mi madre para que quedara una funda que es que es un primor. Total, que se ve que un día empecé a apoyar en él la ropita limpia de mi niño, nada, cuatro o cinco prendas de algodón que no ocupaban nada. Parece que ese lugar me pareció cómodo para ir colocando la ropa del niño que traía limpia del tendedero, y como es por todo el mundo conocido que las horas de las madres duran menos que las horas del resto de la humanidad, fui viendo cómo había días que no me daba tiempo a doblar la lavadora... y bueno, se empezó a acumular una cantidad de ropa, digamos, perceptible. 

El pobrecillo en horas bajas
No sé en qué momento aquello se me fue de las manos, pero lo cierto es que en pocos meses el moisés se convirtió en un armario ropero... hasta hoy. Lavadora que se recoge en esta casa, lavadora que se pone en el moisés. Reconozco que hubo un momento, más o menos cuando faltaban dos meses para que naciera Laniña, en el que me senté mirando fijamente a nuestro moisés y pensé en vaciarlo para tenerlo listo el día en que llegara con ella del hospital. Me puse a ello, quité toda la ropa y destiné con diligencia cada prenda a su cajón correspondiente. Lo que pasa es que al mirar al fondo de la canastilla, me encontré con un tesoro digno de las mejores historia de naufragios: gomas del pelo, cochecitos, calcetines sin pareja, varios desodorantes (yo siempre compraba desodorantes y decía: joder, si es que me desaparecen; ese día encontré la explicación), pinzas de la ropa, botes de crema, llaves de repuesto, bolitas de algodón. Ver todo aquello junto a la inmensidad que ya llevaba yo de serie me hizo pensar muy seriamente en adoptar el minimalismo como estilo decorativo y de vida en general, pero claro, fue aparecer M. por allí cargado de sus materiales, como él llama a todos los tratos que encuentra por el mundo, y desvanecerse mi idea en el mundo de las utopías. El caso es que lo coloqué todo, lo juro. Dejé el moisés listo para el sueño de otra hija nueva... pero éste tampoco llegó, y hoy es el día en el que el moisés vuelve a ser un armario, con su fondo y su todo. 

Lo que pasa es que parece que el pobre está a punto de comenzar una nueva vida, una andadura que con un poco de suerte le llevará a un hogar donde se utilice para lo que nació: sustentar el sueño de un bebé. Sí, lo hemos pasado. En un rato comienzo de nuevo a colocar su contenido y lo empaqueto para mi prima, que pronto tendrá su primer bebé. Solamente quería dejar por escrito un homenaje a nuestro moisés, que tanto servicio nos ha hecho en estos años aunque, seguramente, él no lo sepa y no lo pueda entender. Supongo que se va frustrado, el pobre, harto de sostener montañas de ropa y de aguantar estoicamente un montón de búsquedas familiares. Es que hay una conversación muy mítica en esta casa: 

-¿Alguien ha visto nosequeeeeee?- pregunta algún miembro de la familia.
-¿Has mirado en el moiséeeeeeees?- responde otro miembro sin levantar la vista de lo que esté haciendo. Tenemos la convicción de que si es pequeño, se usa poco y no está donde debería, fijo que reposa oculto en el fondo del moisés.

Supongo que mañana, cuando le diga adiós desde la puerta mientras parte a su nuevo hogar, ya estaré pensando en un sustituto para el rincón que deja tan vacío: o mucho cambia la cosa de hoy a mañana, o dudo que de pronto mis días vayan a dar para poder colocar la lavadora diaria en el mismo momento en el que se termina de secar :)


jueves, 17 de marzo de 2016

Los restos del naufragio y el pan

El otro día, nos reíamos mis amigas y yo viendo una foto. Salía en ella una mamá en la oficina, de punta en blanco, sin ojeras, con el pelo planchado, súpermolona y bastante cañón. La mujer, sin soltar el boli, se estaba extrayendo leche de un pecho como si nada, con un sacaleches supersónico de esos que casi sacan más que los propios bebés. Nos reíamos, digo, porque era la viva imagen del éxito: mujer trabajadora, con tiempo para cuidarse, madre sacrificada y además, pivón; así más o menos la describió una de las amigas. Yo eso no lo conozco. De hecho últimamente solo conozco el otro lado: las noches largas, las tardes de rabietas, las tomas infinitas, el moño perpetuo.

Dejando a un lado el tema del aspecto físico, que sí hay mamás que se apañan divinamente para ir súper guapas y hasta peinadas, lo que no me acabo yo de tragar es ese aura de "qué vida tan fácil tengo" que transmitía la foto. En mi humilde opinión y escasa experiencia, diré que en la maternidad, cuando parece que lo tienes todo controlado... ¡pum! aparece una etapa nueva que te descoloca los esquemas otra vez. Dejando a un lado los desvelos que trae la lactancia, si come o no, si habla o no, si sabe los colores o no... eso pasa, y casi siempre está todo bien, simplemente era cuestión de tiempo y de dejarles espacio para desarrollarse a su ritmo. Pero llega encontrones lo otro, la otra parte: qué duro no saber qué le pasa por la cabeza al enano de tres años y medio, qué frustrante no poder encontrar la palabra exacta que le ayude a frenar esa explosión que lo arrasa todo con un torrente de energía desbordante y que cuando acaba te hacer decir: "ahora, por pura lógica, se tiene que dormir".

M. cuando las emociones no le juegan una mala tarde.
Pero no se duerme, no. Tras muchas lágrimas (por ambas partes, no sé si la mamá del sacaleches llorará también), una vez que aceptas que esas rabietas son su manera de expresar el desconcierto que siente y cuando estás preparada para afrontar otros veinte minutitos más de huracán... de pronto, sin saber cómo ni por qué, se calma. Deja de gritar desesperado y nos mira desde el centro del salón con los ojos llorosos y la cara roja del esfuerzo y coge y dice: "te necesito, mamá, y necesito merendar". Claro, flipas, tú que estabas lista para la gran batalla. 

En fin, no desaprovecho la oportunidad (no sea que se vaya igual que vino) y nos damos un súperabrazo curatodo que hasta hacía tres minutos parecía tan lejano.  Con la mente casi en blanco, con media sonrisa de alegría y en medio de ese estado zen que se alcanza muchas veces cuando se abraza a un hijo fuerte y con los ojos cerrados, de pronto y totalmente fuera de lugar, noto olor a pan. Qué flipe, digo, ¿de dónde sale ese olorcito? 

La respuesta se nos abalanza encima, llegando a ordenar los restos del naufragio que somos M. y yo:  Laniña, feliz, despeinada y con un trozo de pan babebadísimo en la mano, nos quiere tocar. Nos mancha con su mano fría que no suelta ese cuscurro de pan ni aunque la pagasen por ello, y va dejando rastros allá por donde pasa porque ella quiere tocar a su hermano, cogerle el flequillo, agarrar mis gafas... ella, mientras hace todo eso, también quiere seguir chupando el pan.

Lo que no sabe, ni siquiera lo puede intuir, es que aunque sea la culpable de muchos de los desvelos de M., acaba de llegar a rescatarnos de la tempestad con un arma poderosa: la risa, y junto a ella la ternura que nos da verla tan feliz explorando nuestro mundo en construcción sin soltar su trocito de pan. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Terrores nocturnos

Dicen por ahí que los terrores nocturnos son unos terrores que sufren los niños pequeños durante la noche, caracterizados por una gran angustia y agitación que aparece súbitamente y se esfuma tal cual apareció: sin avisar. Bueno, pues yo vengo a denunciar aquí públicamente que eso de terror nocturno sufrido por los niños y niñas de la vida es, cuanto menos, matizable: yo también sufro terrores nocturnos a diario. Los míos, eso sí, son provocados por agentes externos, ya que tengo la buena suerte de aprovechar al máximo los pocos ratos en los que me duermo, y consigo poner la mente en blanco (en negro) de manera magistral. 

A veces, duermen como benditos
La noche siempre comienza prometedora, con los angelitos dormidos uno a cada lado, la habitación bien humidificada para que no se despierten con los mocos petrificados, la ropa del día siguiente preparada y el olorcillo del champú todavía flotando en el ambiente. Con este magnífico pronóstico, me acuesto entre los dos y dejo llegar al sueño con una sonrisilla de puro bienestar. Qué silencio, qué calorcillo, qué buen rollo. Poco a poco empiezo a quedarme dormida, el mundo desaparece y mi cerebro pulsa off. Fundido a negro. 

De repente, no muchos minutos después, en la quietud de la noche un alarido desesperado me despierta: M. con un terror. Abro los ojos de golpe y me quedo immóvil, básicamente porque estoy acojonada, mientras el niño del terror se lía a hostias, se lía a gritos, se lía a hablar en un idioma que no conozco. Mi función en estos momentos, una vez que consigo estabilizar mi taquicardia, es complicada: frenar al niño endemoniado con la parte derecha del cuerpo intentando no menear la mitad izquierda ni un milímetro para no se despierte la niña. Con toda la calma que consigo reunir, me encajo al niño bajo el brazo y empiezo con la retahíla tranquilizadora susurrando en la oscuridad que no pasa nada, que tranquilo, que estás dormido, que patatín que patatán. A los diez minutos, el gremlin se ha vuelto a dormir -encima de mi brazo- y todo parece volver a su lugar, mi cerebro está a punto de volver a dar al off... cuando una mano diminuta me agarra de la oreja izquierda con la clara intención de arrancármela. El microinfarto vuelve a amagar, pero la niña solo tiene hambre y eso se soluciona en un periquete con una destreza que he adquirido a lo largo de los años, y es dar de mamar a oscuras y sin moverme de postura. Solventado este segundo asalto, con la niña dormida -justo, también encima de mi otro brazo-, cuando parece que al fin voy a poder desconectar, un pensamiento inquietante cruza mi mente: "joder, éste hombre ni se ha meneado con los gritos". Entonces, contengo la respiración para no hacer ruido e intento detectar algún signo de vida en el padre de las criaturas, pero tras dos minutos o así de escucha atenta, no lo consigo. 

"La ha palmao", pienso. No cabe otra explicación, con el escándalo que han estado montando es imposible que no se haya despertado. Una vez asumo que está muerto, lo lógico sería comprobarlo y tal, no sé, dar el aviso. Pero claro, ese paso fundamental implica que tengo que moverme y por lo tanto despertar a los niños. Sopeso pros y contras... y decido no moverme. En ese duermevela extraño que se tiene cuando no se duerme nada de nada, pienso que total, si ha palmao, pues ya no hay nada que hacer. Intento volver a dormirme, pero claro, la conciencia no me deja; es en este punto cuando haciendo un ejercicio tremendo de coordinación corporal, decido que lo mejor será actuar de la forma tradicional: la patada de toda la vida. Me concentro para no mover nada más que la pierna necesaria, y ¡pum!, le meto un patadón. Se acojona por el golpe, claro, a veces incluso se incorpora con la mano en el pecho. Una vez que he comprobado que no está muerto, me dispongo a intentar dormir.

Al fin, todo vuelve a su ser: deben ser las tres y media de la mañana y aun quedarán mínimo dos tandas de berridos de los de M., dos dudas mías sobre si su padre muere o duerme y otras dos tomas más de Laniña

Para que luego tenga yo que leer que los terrores nocturnos son sólo cosa de niños...



miércoles, 9 de marzo de 2016

Me miras desde el suelo

Cuando tengo trabajo, solemos pasar la mañana en la habitación de abajo: yo escribiendo y tú... creciendo. Tocas un peluche, te comes un trozo de papel, agitas los sonajeros, destruyes el castillo que ayer construyó tu hermano en un momento de inusitada tranquilidad... De vez en cuando, dejas a un lado todos estos quehaceres tuyos y me miras. Me sueles mirar mucho, la verdad. Me miras desde el suelo con algo entre las manos, a veces es un juguete y otras veces un trozo de galleta que no sé de dónde has sacado. Como trabajamos con la música puesta, cuando veo que me estás mirando aprovecho y te canto el estribillo gesticulando mucho, para que te rías. Y lo haces, te ríes con muchas ganas y con esa sonrisa que te sale que te hace brillar los ojos y que te ensancha la cara una barbaridad. Al final, cuando no puedes estirar más los mofletes, pegas un grito de felicidad que me parece maravilloso. 
Aquí todavía no me has mirado
y parece que te entretienes sola.

En esta situación, una mañana cualquiera después de tu siesta y cuando ya estamos aquí en lo que en mis ensoñaciones iba a ser un despacho minimalista, ya te suele faltar un calcetín o una coleta, muchas veces te falta incluso el pantalón: vas gateando a toda pastilla por la casa, lo pierdes y no te enteras. Según vienes hacia la habitación, pareces una niña salvaje y muy feliz, siempre despeinada y dispuesta al cachondeo. 

Pides juerga todo el tiempo y claro, yo tengo que escribir, así que me miras insistentemente con tus ojos verdosos medio tapados por el flequillo. Si me descuido, incluso me echas los brazos y esto ya son palabras mayores. A esos brazos sí que no me resisto, así que me agacho y te hago un rescate, como dice M.

Ilusa de mí pienso que bueno, que escribo contigo en el regazo, pero parece que tú también tienes algo de periodista y es ver una tecla y quererla tocar, por lo que tampoco funciona el sistema y tengo que empujar la silla hacia atrás para que no me borres todo lo escrito, o para que no desconfigures la pantalla o para que no la tires al suelo con ese ímpetu que tienes que lo arrolla todo. Total, que cojo carrerilla con los pies y empujo la silla con fuerza, más que nada porque sé que te vas a reír con esa cara de traviesa, despeinada pero con un estilo que no sé de dónde te sale, hijamía.

Vuestras cosas a vista de pájaro
A los pocos minutos te intento dejar de nuevo en el suelo, a mi lado y donde no da el sol, rodeada de tus chismes... pero vuelves a reclamarme. A veces tengo la absurda tentación de enfadarme porque no soy capaz de escribir dos palabras seguidas (a veces, incluso, me enfado como una idiota, como si tú pudieras entender qué son los plazos de entrega), pero es que me sigues mirando tan risueña, tan inocente en tu cariño, que tengo que olvidarme del ordenador y tirarme al suelo. Me tumbo contigo en ese mundo nuevo que aparece al verlo todo desde abajo, y me dejo llevar por ti. Ignoramos las pelusas, encontramos tesoros por las esquinas, la música sigue sonando, te hago el avioncillo, escuchamos las entrevistas de la 1, tiras todos los deuvedés, parece que tienes hambre.

Al cabo del rato, cuando nos tenemos que poner en marcha y hacer las cosas diarias, me vuelves a mirar. Definitivamente, no quieres estar sola. Pues nada, te cuelgas del pañuelo y seguimos juntas atravesando las horas de la mañana, cocinando, tendiendo, bailando, regando cuando nos acordamos... saltando de puntillas por las horas, sin prisa, y dejando para mañana muchas de las cosas que eran para hoy. 

Con tu hermano ya aprendí una cosa: al final, lo importante acaba saliendo y lo urgente... ¡siempre eres tú!

domingo, 6 de marzo de 2016

La Plaga

En estos años de la vida, cuando se tienen hijos pequeños, cualquier cosa puede perturbar la paz del hogar en cuestión de segundos. A nosotros nos ha pasado hace unos días: estaba yo tan tranquila viendo la no-investidura de Pedro Sánchez mientras la niña destruía algo y el niño construía algo, cuando de pronto un ruidito inocente irrumpió en el salón: ¡ping! Anda, un mail, pensé. Sin quitar la vista de la fascinante votación parlamentaria, abrí la aplicación de correo en el móvil y vi el remitente: Secretaría del Colegio. Distraídamente pulsé sobre el mail, y ante mis ojos en medio de esa tarde histórica resplandecieron dos palabras: aula y pediculosis. Soltar el móvil y levantarme del sillón fue todo uno. Piojos no, por favor, piojos no. 

Si es que el contacto es muy estrecho: aquí,
trabajando codo con codo.
Aunque intenté no perder la calma, ya me picaba todo; supe entonces que tenía que actuar sin dilación: revisar fundas del sofá, mantas, cojines, sillas del coche, gorros, abrigos, toallas, sábanas, peines y gomas. Quien dice revisar dice mandar a la lavadora a sesenta grados, para qué vamos a andarnos con medias tintas. Luego el peinecillo, claro, a repasar cabezas a la luz de la lámpara para detectar la más mínima presencia animal en las cabezas de estos mis niños, del padre y por supuesto la mía: la sola idea de una invasión de ese calibre en mi rizada cabellera me hace perder años de vida. Es más, ante la duda tomé medidas radicales y me eché el tinte que tenía guardado para dentro de un par de semanas, que no sé dónde había leído que los aniquila bien aniquilados.

Mientras el mejunje calaba, hice un bien a la humanidad y envié un globo sonda a mi familia vía WhatsApp, pero muy como quien no quiere la cosa: "Joder, en el cole hay piojos". Ahí lo dejo, avisados están. Es que somos muy de achucharnos en mi casa, y yo que sé. Por si acaso. 

Después, continué con mi exterminio particular: desinfección de sofás, de alfombra, y todo esto sin quitar ojo a los niños para detectar cualquier movimiento extraño en sus cabezas: ante una mano que sube lenta a rascarse, hay que actuar y volver a mirar con lupa. 

El resumen de todo esto es que nunca sabremos si tuvimos o no, o si tendremos o no, porque yo cada vez que oigo, leo o intuyo que el niño ha cogido piojos en el cole, pongo en marcha todo el operativo insecticida. Es que claro, a mí me entran los siete males cuando pienso que M., que es el que más papeletas tiene de traernos el agradable regalito, vive perpetuamente pegado a mí como una lapa. Por lo visto, los cabrones de los bichos saltan con una facilidad pasmosa, años de práctica desde el principio de los tiempos les avalan. 

Esa noche, la de la no-investidura, yo ideé el aparato definitivo que nos alejaría para siempre de esta plaga: se trataría de un rayo láser con capacidad para aniquilar a los indeseables y su prole antes de entrar en casa. El dispositivo se colocaría en el marco de la puerta de entrada al hogar y actuaría a discreción, él solo: persona que cruza el umbral, persona a la que se hace el barrido láser. De este modo, todo el mundo entraría libre de piojos en las casas, y sería un ahorro tan importante de tiempo, dinero y salud mental que todas las familias lo querrían.

¡Ya solo me queda patentarlo!