Páginas

lunes, 29 de septiembre de 2014

Un gesto universal

Yo sé que la maternidad está llena, pero llenita, de lugares comunes. ¿Y? Algunos, doy fe, son un verdadero espectáculo para los sentidos. Existe uno, un gesto, un lugar, tan universal y a la vez tan inocente que puede incluso pasar desapercibido para aquellas personas que no tienen hijos pero que los que sí los tienen no tardarán en reconocer.

M. en pleno gesto  universal...del bonito :)
Es un gesto, por lo que he podido comprobar, bastante automático que surge de forma natural entre los niños de menos de cinco o seis años en múltiples circunstancias, siendo las más habituales el aburrimiento o la vergüenza. Si ya habéis visto la foto, lo sabréis: meterse entre las piernas maternas o paternas y agarrarse a las rodillas como si no hubiera un lugar más seguro en todo el planeta Tierra mientras se balancean hacia un lado y hacia otro sin sacar la cabeza de entre ambas columnas salvavidas. 

El gesto universal en versión coñazo, al menos según mi experiencia, es el provocado por el aburrimiento. Este hijo mío, por ejemplo, parece un ángel de luz en el mercado siempre y cuando se cumpla una premisa: que no haya cola. Si tenemos que esperar nuestro turno, es ahí cuando vendrá el problema y aparecerá el gesto precedido de una serie de avisos: primero se bajará del carrito o pataleará para que le baje de la mochila; luego jugará con sus cochecitos hasta un máximo de cuatro minutos; después, empezará a querer coger todo lo que pille a su alcance y, a poder ser, cuanto más peligroso o delicado sea, mejor (véase huevos, conservas de cristal, un cangrejo vivo); y, por último, pondrá en práctica ese gesto desesperado: se abalanzará sobre mis piernas en equilibrio inestable y tirará hacia abajo con tanto ímpetu que mis pantalones peligrarán. Desde ese momento, ya no habrá marcha atrás y tendremos que recorrer el resto de pasillos o puestos yo arrastrando como puedo al pequeño ser que me roba extremidades, y el pequeño ser partido de la risa y amuermao del aburrimiento siendo arrastrado como buenamente puedo mientras busco el monedero, intento que no se caiga, le agarro de un sobaco, y, al fin, pago la cuenta. Agotador. 

Pero, como yo soy una persona que intenta compulsivamente ver el siempre el reverso positivo de las cosas hasta en las que son más verdaderamente imposibles (y además en este caso no hay mucho trabajo que hacer porque el enano lo pone muy fácil), pronto divisé en este gesto universal su vertiente más bonita. Es, como ya he señalado antes, la vertiente que provoca la vergüenza. Tan solo se necesita una situación en la que aparezca un desconocido que interpele directamente al enano y ahí, en solo unos segundos, en el tiempo que el niño tarde en recorrer la distancia que nos separe en ese momento, surgirá la magia: para M. el mundo se reducirá, precisamente, al que pueda ver por el hueco que quede entre mis piernas y por el que asoma la cabeza mientras el desconocido le habla de niños vergonzosos. A lo sumo, si el desconocido tiene la paciencia necesaria - o las ganas de hablar conmigo suficientes- como para que se le pase la timidez inicial, M. dará el paso de girar de una manera muy complicada y muy difícil a mi alrededor, arrastrando la cara por el pantalón sin que se le vea ni un centímetro de piel para situarse en la misma postura pero al revés, de modo que pueda ver al desconocido de frente pero resguardado por mis piernas, para poder esconderse cuanto él considere necesario dependiendo de cómo vaya el grado de timidez. Yo le acaricio el pelo, muevo una pierna para sacarlo del escondite -que él vuelve a recolocar en segundos-, le hablo de las bondades del desconocido para él, le digo su nombre, me agacho a su altura, juntamos la nariz y nos miramos muy de cerca a ver si le convenzo. A veces sí, y a veces no. 

Y las veces que es que no, entonces me levanto sin dejar de tocarle el pelo para que sepa que no pasa nada, y me despido del desconocido sintiendo el peso del niño tímido que sigue mirando el mundo por el pequeño agujero que queda entre las dos perneras de mi vaquero. 


viernes, 26 de septiembre de 2014

Ignorado Rayo McQueen

Lo bueno de tener una hermana a la que saco diez años es que me sé de memoria, pero de memoria, todas las pelis de Disney. Qué sacrificio, eh. Lo que hace una por una hermana... Mentira. Mentira podridísima. Me encantan. Y la memoria, ay, se ha mantenido firme, al pie del cañón durante todos esos años que han pasado entre que finalizó la época de ver pelis con la niña que era mi hermana, y el momento en el que yo decidí tener un hijo, de modo que todavía recuerdo perfectamente cada compás. Fue fácil y habitual verme con mi bombo de ocho meses recorriendo las grandes superficies de entretenimento en busca de mi botín cinéfilo, deseandito que naciera el polluelo para rememorar aquellas grandes tardes de manta y sofá al ritmo de La Marcha de los Elefantes, del Supercalifragilístico, del Ciclo de la Vida. 
Mi muñeco Fillmore, amigo de Rayo y mi preferido,
acompañándome una noche cualquiera al teclado.
Sí, es mío :) El niño tiene otro.

Bueno, pues no. Éste, mi hijo, ha sido un niño que ha pasao de la tele olímpicamente durante mucho más tiempo del que yo, adicta a las películas infantiles, consideré razonable.

Pero empecé a currar, como ya he dicho, en casa. Y claro, es que aquello ya era de fuerza mayor: había llegado el momento de, mientras yo trabajaba, poner alguna de las pelis a las que yo llevaba año y medio quitando el polvo. Empecé, por aquello de hacerlo lo más natural posible, por la peli de Cars (es que a M. le encantan los cochecitos). Era una de las más nuevas, de estas que ya nos pillaron de últimas a mi hermana y a mi. Pero...me cautivó. A mí, sí. El niño, pues bueno…al principio, esto es, más o menos durante el primer mes, no hizo ni el más mínimo caso a la televisión. Pero ni el más mínimo, eh. Pero bueno, como soy una madre de estas preocupadísimas por el futuro de mi polluelo, y se la plantaba en inglés, yo me decía para mí “ bueno, ¿qué no hace caso a la historia? Pues por lo menos se va quedando con el tonillo, con el runrún del inglés”.

A las dos semanas me sabía los diálogos de memoria. Empecé a alternarla con el castellano para ver si así, en el idioma patrio, el crío se animaba. Nada. A las tres semanas, a punto de desistir de mis intentos televisivos, decidí no ponerla. Pero de pronto, entre los juguetes que invadían el salón y la pantalla del ordenador en el que yo trabajaba, llegó hasta mí un nuevo gruñido (todavía no hablaba) que se dirigía a la televisión. ¡El niño preguntaba por la peli! Oh, maravilla. Le puse el dvd…y se quedó enganchado. Yo le miraba flipando, apoyado él en la mesa con un cochecito en la mano. Pero la magia duro minutos; unos tres minutos, calculo yo. Después, empezó a sus cosas: rodar el coche por cualquier superficie y destruir, digo estimular su intelecto mediante el juego mientras la peli estaba de fondo. 

Yo, sinceramente, estoy ya de la peli hasta las mismas narices. Son muchos pases, ya. Ha habido incluso noches gloriosas en las que he soñado ser un bólido de carreras con una única preocupación: encontrar gasolinera. Que no es esto ni medio normal.

Bueno, pues como digo, así han pasado mucho meses, con la peli de Cars convertida en la banda sonora de nuestras mañanas a la que nadie hace caso: el niño porque pasa y la madre porque se la sabe de memoria. Pero el tío, aunque jamás se ha sentado ni cinco minutos a mirar los dibujos, se conoce a toda la banda: McQueen, Mate, Sally, Fillmore…y luego le regalaron la peli número dos, con Francesco, Holly....todos forman parte de nuestro día a día. ¿Cómo se ha quedado el colega con los nombres, colores y escenas en las que sale cada coche, si nunca jamás se sienta a verla, si siempre está más entretenido “cocinando” o haciendo filas de coches, o haciendo montañas de ropa? Nadie lo sabe. Pero es que el muchacho es como un perro con su hueso: tú prueba una mañana a no ponerle la peli. Se ofusca que da gusto, y ofuscado supervisa bien de cerca todo el proceso de apertura de dvd, selección de menú...en fin, todo el rollo mientras sigo los pasos para poner a Rayo una vez más. Y luego, una vez puesta la peli y en marcha todos los coches protagonistas de la bonita historia de amistad y esfuerzo, entonces ya sí, ya se siente él libre para ponerse a sus cosas y pasar totalmente de la pantalla.


Parece que ahora poco a poco, va entrando con Nemo…veremos qué nos depara ésta nueva aventura acuática. Por lo menos, seguro que un poco de variedad. ¡Algo es algo!

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Te lo dije

Corren por ahí voces maliciosas que dicen que estoy malcriando al niño, y algunas de ellas se basan en un hecho muy concreto: yo soy de esas que dejan el móvil al niño. A mí esas paparruchas de que si la pantalla es de cristal, de que si la trasera también es de cristal, de que si el sensor de nosequé… no me interesan. A mi niño le gusta hacer como que habla por el móvil con la gente, y ponerse el mío entre hombro y oreja y soltar una parrafada le hace muy, pero que muy feliz.

Practicando con la funda desde bien pequeñín
De modo que desde que quedó claro que esa era una de sus más preferidas actividades para jugar a eso que algunas personas ilustradas llaman “juego simbólico” (y yo llamo entretenerse solito), mi móvil ha viajado muchas veces al suelo. Muchas, incontables. Una vez, incluso se hizo una rajita. Nada, pequeña cosa sin importancia, hemos convivido con la rajita un montón de tiempo y además, que fue sin querer.  Las fundas que le pongo a prueba de golpes casi siempre han dado resultado, que a veces llevaba el móvil –sobre todo al principio, luego a todo se acostumbra una- que parecía una momia en invierno.

El tema es que claro, que M. juegue a hablar por el teléfono móvil, ha supuesto varias cosas:


-       Que yo lleve escuchando eso de “ el día que se te rompa ya verás tú qué gracia” desde hace muchos, pero que muchos meses.

-       Que en algunas de esas caídas se me haya salido el corazón del pecho al pensar que, esta vez sí que sí, había sido la definitiva y adiós fotos y adiós contactos.

-     Que muchos días haya perdido el teléfono durante horas porque claro, a saber dónde “colgó” el enano al terminar su última conversación con a saber quién.

De todas estas variables, la que más me ha fastidiado me ha dado siempre ha sido, adivina adivinanza, la de “ya verás tú”; lo que más rabia me daba de pensar que un día el niño lo fuera a romper de verdad era la cantidad de “ya te lo dijes” que iba a tener que escuchar. Pero, oh fortuna, ese día no ha llegado. Ni llegará.

No llegará porque ¡el móvil me lo he cargado yo solita! Sobre el disgusto tremendo que sentí al verlo rodar escaleras abajo tras pegar un incomprensible salto de mi mano, escuchando cada pequeño decibelio que indicaba que en efecto esta vez sí se iba a rajar el cristal entero y verdadero, pude sentir –no sin cierta sorpresa, la verdad, no pensé yo que fuera a tener el humor para esos trotes- una vocecita interna de triunfo, de alegría que decía algo así como… “jodeos, agoreros, que el móvil lo he roto yoJ



lunes, 22 de septiembre de 2014

Nime

Un buen día de este pasado mes de junio (una buena tarde, mejor dicho), sin previo aviso, M. comenzó a hablar. Estábamos en casa de los abuelos y soltó tres palabras como sin darse importancia: tía, pisti, gasias. Tarde memorable dónde las haya, porque hasta ese momento no había un dios que entendiera al enano salvo, claro está, sus atentos padres. Los padres tienen esa mágica virtud de entender que el crío tiene sed donde otros sólo escuchan un gruñido. Pero ese no es el tema.

Típico momento Nime
El tema que nos ocupa hoy es que desde ese memorable día, el niño ha ido añadiendo una palabra casi cada día a su vocabulario, a ese vocabulario infantil que sale de su boca con una voz tan bonita que es que no tiene descripción. Pues nada, todo seguía su curso maravilloso hasta que de un tiempo a esta parte, he detectado que el niño ha equivocado el significado de una palabra, de una palabra tan inocente como lo es la que se utiliza para contestar cuando alguien que está a tu lado te llama: “dime”.

En mi caso, lo aclaro, ese “dime” me sale solo, automático, y no me había dado cuenta hasta ahora de la cantidad de veces que a un hijo hay que escucharle, de la cantidad de veces que un hijo pequeño, un bebé, te llama y te necesita a lo largo día. Supongo que una vive sin darse cuenta todos esos días, los va sobrellevando con más o menos paciencia según pasan las horas, pero es algo tan habitual la charla continua en los enanos que a una ya le hace callo. Que me encanta hablar con el niño, eh, ojito. Nos traemos unas charlas filosóficas a las que ya quisieran muchos monologuistas o escritores  y escritoras acceder, son unas charlas fructíferas y desternillantes de las que gozamos la madre y el hijo a lo largo de las –infinitas- horas que pasamos juntos.

Total, que parece ser que tengo por costumbre escuchar a M. cuando tiene algo que decir. Parece ser que él, en muchos momentos dados de nuestro saturado día a día, dice “mami” y yo contesto “dime”. Y digo parece ser porque he debido de decir “dime” inconscientemente muchas veces, miles de veces, infinitas veces, porque el niño lo ha asimilado de una forma, vamos a llamarla así, exagerada. Vamos, que el crío para decirte “te quiero” o “dame un beso” o “mira qué guay la montaña que he hecho con los botes de las especias” te coge la cara con las manitas, te mira muy serio y te dice “nime”. Y lo que busca desesperadamente a modo de respuesta es la misma palabra de vuelta: “dime”.

De modo que lo que era un verbo conjugado para darle un pie receptivo a que me dijera lo que fuera lo que me quiera decir (vamos a dejar aquí a un lado los “diiiiiiiiiiiiiime” que de vez en cuando se escapan cuando te han llamado diez veces en un minuto), él lo ha traducido en su cabecita como  “aquello que dicen las personas mayores cuando me hacen caso”. Para él es la palabra mágica que se pronuncia siempre delante de todo, siempre que hace falta avisar de algo, siempre que acude a un mayor en busca de ayuda o comprensión.

Veamos unos ejemplos ilustrativos:

M. se cae y yo voy a recogerlo, y en lugar de decir yo que sé, duele, pupa, aupa…me mira, me planta el moflete en los labios y me dice “nime”. Y yo, como no, digo como puedo entre beso y beso: dime, hijo, dime. Y ya sí, ya se siente él con la atención suficiente como para llorar desconsoladamente o contarme cómo ha sido la caída: “bajo trisi caío e frente”, o lo que es lo mismo “me he bajado del triciclo y me he caído de frente con todo el cebollón”.

Otro ejemplo: M. se despierta de noche. Y en lugar de decir, “mami” o “papá”, ¿qué dice? La palabra mágica: “Nime”, se escucha en el cuarto in the middle of the night. Y entonces yo, guturalmente, le digo: “Dime, hijo” y él contesta: “Teta”. Y aquí paz y después gloria.

Sé que un buen día, igual que dejó de decir “bam bam” para decir “coche”, o igual que a veces ya no dice “disha” para decir “toallita”, el “nime” perderá el significado mágico que tiene hoy tanto para él como para mí, dejará de ser esa palabra mágica que todo lo puede. Pero mientras ese día llega, el “nime” es sin duda, una de esas palabras que atesoraremos con mimo, con mucho mimo.  Y, por qué no, puede que incluso pase a los anales familiares como una de esas palabras de jerga casera que dura y perdura a lo largo de los años :)