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martes, 29 de octubre de 2013

Amor de hermana

Hoy, en plena comida familiar, ha tenido lugar una escena que me ha retrotraído a diez años atrás, cuando estaba yo cursando ese curso mítico llamado segundo de bachillerato. Nosotros, mis dos hermanos y yo, íbamos al mismo colegio: yo a segundo de bachillerato, mi hermano a cuarto de la ESO y mi hermanita linda, mi cuscurro de pan, a primero de infantil.
Las dos haciendo el gamba como sólo nosotras sabemos
Bueno, pues la historia va con ella. Resulta que por cuestiones de logística, nos quedábamos a comer en el comedor, en el asqueroso comedor, para ser más exactos. Era uno de los peores momentos del día: una especie de nave enorme, con mesas corridas a lo largo y sillas frías de hierro, como las de las terrazas de los bares que chirrían al moverte. El panorama se completaba con la directora -Mick Jagger en mi casa, la típica urraquilla inmortal con la cara surcada se arrugas como bañadas en laca, arrugas inamovibles- paseándose entre las mesas obligando a no hacer el guarro, a no tirar la comida, a comerlo todo y a mantener un poco la compostura en esos momentos en los que había más migas voladoras de mesa a mesa que tenedores cumpliendo su función.
Bueno, pues Mick se cebaba con los más pequeños, era especialmente cruel, no les dejaba irse hasta que se comían todo el plato, incluso si vomitaban, les dejaba ahí solos, con el plato helado, y no salían al patio o se iban a clase hasta que lo terminaban. Y mi hermana, al igual que yo, odia con todas sus fuerzas, odia sobre todas las cosas del comer, las judías blancas o las alubias (que es como las llaman en Zaragoza, lugar donde tuvieron lugar los hecho que paso a narrar). Y allí eran obligatorias una vez a la semana.
Bueno, pues mi hermana, tan pequeñita ella, entraba al comedor en el turno de los pequeños, esto eran las doce y poco de la mañana. Yo entraba en el comedor en el turno de los grandes, esto era la una y media de la tarde. Y rara era la semana que no la encontraba allí, sola en la mesa de los niños frente a un plato de judías blancas heladas, pastosas, asquerosas. No solía estar llorando, simplemente estaba allí sentada sin probar bocado, a ratos seria, a ratos entretenida jugando con sus manos, a ratos mirando a ver quién entraba por la puerta. Estaba custodiada o bien por Mick o bien por una de sus delegadas, que se paseaba arriba y abajo frente a su mesa esperando que terminara. Y yo, cuando entraba y la veía, me tiraba a por ella. Me agachaba a su lado, recuerdo el olor del baby, olor de clase de niños, y nos mirábamos y entonces ella sí que solía perder pie. Nos abrazábamos y su pelo negro, frío y liso se me metía en la nariz y entre el olor a cole podía distinguir el olor de nuestra casa.
Y entonces, cuando yo comprendía que no podía irme a la fila con mis amigas y dejarla por más tiempo allí sola, tenía lugar uno de los actos de amor más grandes que yo haya hecho jamás por nadie: la miraba a ella, miraba al plato, la volvía a mirar, miraba a Mick esperando una posición adecuada para que no presenciara el delito, y… me comía las apestosas judías.  De tres cucharadas me terminaba el plato, mi hermana era libre para irse al sol y yo… yo me quedaba con un dolor de estómago y un malestar que me duraba toda la tarde.
Y hoy, comiendo juntas, nos hemos acordado de aquello porque en un momento dado ella ha mirado su plato de comida, me ha mirado a mí… pero esta vez ¡no he caído! Esta vez no eran alubias -mi mami es una mami guay y no nos pone eso que sabe que nos hace sufrir- y ya no tiene cinco inocentes años.
Lo que es claro es que, si tuviera que volver a salvarla de un plato asqueroso de judías para que ella pudiera salir al sol y a la vida de su edad del pavo, lo volvería a hacer. Luego he mirado a M. poniendo cara de asquillo al probar no sé qué que le ofrecía mi padre…y he pensado que sería genial que tuviera un hermano que hiciera por él o por el que hacer algo parecido.
Ahora, eso sí, si puede ser con algo menos asqueroso, mejor que mejor. :)

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