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jueves, 23 de octubre de 2014

¿Siesta sí, o siesta no?

La siesta de los niños, ya se sabe, es sagrada. Si una madre pudiera parar el mundo y sus coches, sus motos, sus thermomixes, sus aspiradores, sus taladradoras...lo haría sin dudar. Yo, personaamente, lo haría con los ojos cerrados. Ah, esa horita y pico de paz en medio del día...

M. durmiendo la siesta un día de esos en los que
los astros deciden no alinearse.
El caso es que este niño mío sigue siendo un niño de los que se duerme acompañado, abrazado, teteando... toda la parafernalia, en fin. La mayoría de los días, después del cuartillo de hora que tarda más o menos en caer, le suelto, le tapo, le doy un besito y me voy a lo mío... peeeero, hay algunos días en los que los astros se alinean sobre mí y a la hora de la siesta está hecho todo lo urgente. Ojo, que digo todo lo urgente. De los textos a medio escribir, los armarios a rebosar, los manuales a medio subrayar, o las compras sin hacer, de todo eso, no hablo. 

El tema está en que esos días, cuando el niño ya ha caído entre mis brazos, una disyuntiva se abre paso a codazos en mi saturada mente: ¿me duermo con él o no me duermo? Conste que la decisión hay que tomarla muy rápidamente porque hay un momento en el que, si te has pasado del tiempo límite, al ir a soltarle se despertará y entonces ya ni siesta yo, ni siesta él. Sí, esto es así. Entonces, casi siempre y aunque yo sepa a ciencia cierta que lo mejor sería levantarme y ponerme a currar, voy notando el calorcillo en los pies, las cosquillas en los párpados... y de pronto, solo veo ventajas al hecho de quedarme dormida enrollada al niño: que si dormirá más porque por alguna extraña razón, las siestas en compañía siempre son más largas; el piel con piel, el apego...de pronto, todo eso es maravilloso y es más, lo que sería de mala madre sería levantarse y dejarle dormido a su suerte. Entonces, ya con la conciencia bien limpia, cojo y me duermo. Caigo redonda con el niño encajado bajo el sobaco izquierdo, el cuello doblado en una posición malísima para la vida pero, eso sí, bien tapaditos los dos. Ya puede pasar la Patrulla Águila a un metro de nuestro tejado que no nos despertaremos. 

La siesta es maravillosa mientras dura, pero de pronto abro los ojos muy desorientada con esa sensación de resaca y bienestar que deja el sueño profundo. Miro a mi izquierda, y el niño sigue totalmente dormido, abandonado por completo a la siesta en compañía con la boca abierta y el pelillo sudao. Qué bonito, pienso. Y pasan unos minutos, tras los cuales necesito obligatoriamente moverme porque tengo dolores por todo el cuerpo. Pero claro, tienen que ser movimientos casi imperceptibles, porque el niño no se puede despertar. Lo consigo, no sé cómo lo hago pero consigo estirar las piernas y girar unos grados la cadera y parece que he encontrado la postura correcta, todo vuelve a ser maravilloso...hasta que, cinco minutos después, necesito urgentemente sacar el brazo de debajo del niño porque sé, a ciencia cierta lo sé, que un minuto más así y me lo amputan. Pero claro: si lo muevo, sé que se va a despertar...y es ese momento en el que pienso en todo lo que tengo por hacer, todo eso que vendí a cambio de una siesta, y pienso en que si muevo el brazo ya sí que sí, no habrá oportunidad de hacer nada de todo lo no urgente pero en realidad (solo ahora, tras la siesta, es cuando lo veo) indispensable y vital para la vida. 

Total, que lo muevo, el brazo digo, porque llega un momento en el que el dolor es superior al sacramento de la siesta y durante unos segundos parece que sí, ¡que se queda sobao otra vez! Pero es todo pura fantasía. Y en menos de cinco minutos, ya estamos otra vez en danza los dos: él listo para otras seis o siete horas de destrucción, digo aprendizaje, ininterrumpido y yo...pues yo descansada, adormilada, con un colocón de olorcito a bebé grande que pa´qué...pero con todo por hacer :)



lunes, 13 de octubre de 2014

Lo normal

Llamadme pasota, llamadme desordenada, llamadme malamadre. Yo prefiero aplicarme a mí misma un sabio refrán: "donde fueres, haz lo que vieres". Aunque bien pensado, en este caso yo no he ido a ninguna parte, sino que ha sido M., el prota, quien ha venido a éste lugar. El caso es que sí, que el tío me ha llevado a su terreno y ha conseguido que, desde hace varios meses, yo esté empezando a considerar como perfectamente normales cosas que, se mire por dónde se miren, no lo son. 

Se aprecia regulín, pero esta foto muestra: una cacerola
en un sofá y una sartén llena de piedras en una mesa.
No digo ná, y lo digo tó. 
No voy a entretenerme con medias tintas, ni introducciones que nos alejen de la cruda realidad, por lo que sin más, pondré un ejemplo: en nuestra mesa del salón descansa desde hace varias semanas uno de los adornos hogareños más inquietantes que nadie en su sano juicio pueda imaginar: una vieja sartén llena de piedras cociéndose al vapor. Tal y como se lee. Nosotros, los primeros días, cuando el niño se dormía tras sus labores culinaras, lo recogíamos todo bien recogidito: piedras al jardín, por un lado, sartén a la cocina, por otro. Muchas noches realicé este tipo de juego inverso que devolvía durante unas horas el orden al hogar. Lo que pasa es que debió de llegar un punto (y digo debió porque yo, conscientemente, no me he dado cuenta) en el que ver esa sartén ahí en medio de la mesa, llenita de piedras graníticas que lo mismo funcionan como patatas, que como pescaíto que como fideos, era para mí lo más normal del mundo, vamos, es que ni registro la anormalidad de la ubicación. Y claro, esto siempre pasa al abrir la veda: pasada por alto la sartén, pasado por alto todo lo demás: botes de perejil en los cajones del cuarto, lápices clavados en las macetas del jardín, ovillos de lana dentro de cacerolas, deuvedés entres los cartones de leche... Yo, a estas alturas, estas cosas es que las veo y, de verdad, me resbalan; muchas veces ni reparo en estas ubicaciones sorprendentes. 

Debe ser un mecanismo de adaptación ancestral que hace que a una le parezca que la casa está decente cuando, a ojos vista para cualquiera que no la habite a diario, no lo está. No lo está ni por asomo. Las casas de bien no tienen baterías de cocina en el sofá, botes de colonia en los cajones del costurero, saquitos de poleo en la lavadora vacía, sartenes en la alfombra. De verdad que no. Pero claro, coge tú y explícale a un niño de dos años que está preparando el menú del día que no, que la lana no se come, que los poleos no se lavan, que las piedras no hierven y que la pasta, por mucho que tú la metas en un cajón vacío, no se ablanda. Yo esas ilusiones, aviso, no estoy dispuesta a quitárselas. 

De modo que, como dije, he optado por hacer lo que veo hacer a M.: tomar todo esto como normal e incluso deseable: tenemos catering a todas horas, catering mágico si me apuráis, porque tú puedes pedir lo que quieras que esa piedra, esa piedra que al principio cantaba la traviata en medio del comedor y hacía daño a los ojos normales, te lo concederá en cuestión de segundos. Un toque mágico con la cacerola de M., y listo. Piedra a la carta. 

Que luego buscas algo importante por toda la casa y no aparece, sí; pero, bien pensado, una nunca sabe cuándo va a necesitar una piedra. Y M., por lo visto, prefiere estar bien preparado y tenerlas cuanto más a mano, mejor. 

domingo, 5 de octubre de 2014

El parque en las mañanas

Todas las mañanas, llega un momento en el que M. aparece corriendo por el pasillo, en calcetines y con el pelo al viento, gritando: ¡A calle, a calle! ¡Apaillas, apaillas! Que nos vayamos a la calle y que le ponga las zapatillas, dice. Suele anunciar que ha llegado el momento de irse porque considera que ya ha hecho en casa todo lo que tenía que hacer: destrozar, digo reorganizar, la cocina y el salón mientras yo curro.

El  niño del tobogán
Como decía, esas palabras de un M. que viene como una centella hacia mí son el pistoletazo de salida hacia una de esas fases en la vida de casi todas las madres que consiste en una carrera hacia lo conocido, de la que sabes que te va a costar la misma vida salir: la visita al parque. ¿Cuántos posts habrá escritos sobre la flora y fauna en los parques? Cientos, miles, posiblemente cientos de miles. Bueno, pues éste no es uno de ellos. ¿Por qué? Pues porque los parques por las mañanas no tienen nada que ver, pero nada, con los parques por la tardes. Así de simple. Nuestro parque por la mañana es un remanso de paz y luz, donde los únicos beneficiarios de tan espiritual regalo somos unas abuelas que mecen los carritos de los nietos al sol, algún perro solitario, unos acróbatas en prácticas, M. y yo.

De modo que lo que otras veces es una travesía del horror para sortear grupos de madres cotillas, niños pesaos que roban juguetes, abuelos mirones, corrillos insufribles de los que el único modo de escapar es siendo muy borde... por las mañanas es un auténtico gustazo. De verdad. Se oyen pájaros, huele a pan, M. no desaparece entre hordas de niños más grandes que él, me da el sol en la cara mientras se tira del tobogán con otro niño cuyo padre saluda cortés y se dedica a cuidar a su bebita entre sol y sombra, y siento que no hay nada más placentero que precisamente eso, estar sentada al pie del tobogán para recibir al niño que aparece de pronto entre mis brazos como caído del cielo sobre todo mi buen rollo solar.

Todo súper bucólico.

El problema está en que debe ser que M. no acaba de apreciar toda esta belleza urbana que yo respiro a narices llenas como una parte de las más maravillosas de nuestra rutina, porque tiene la costumbre de ponerse a rajar con la primera persona que se interponga en su camino, o en su defecto en su tobogán. M., no es que lo diga yo que soy su madre, habla el tío como si fuera Pío Baroja. ¡Qué claridad, qué pronunciación, qué riqueza de vocabulario! Por eso mismo no comprendo por qué los niños o abuelas con los que M. habla en el parque, de pronto, me miran con un sorprendente gesto de interrogación y me preguntan con media sonrisa ¿qué dice la nena? Tras especificar que es un niño, empiezo a ejercer mi segunda profesión: traductora infantil. Y toda mi paz se disuelve en una conversación a tres bandas, que de verdad, no sé pa´que me presto.

El niño habla de sus cosas: que si hemos poncrado el pan, que si un perro ha hecho pis, que si el togán mola, que si hemos tirado la basura...en fin, que el día menos pensado  empieza a contar intimidades a voz en grito. El caso es que claro, se lo tengo que traducir a las abuelas y ellas empiezan con lo suyo: y qué mayor eres, y qué ojos tienes, y cuántos añitos tienes, y...y M. se aturulla y ya no sabe si contar lo suyo o contestar a lo ajeno y yo, ahí estoy, en medio de todo el marrón agachada en cuclillas con unos calambres de flipar sin saber ya para dónde tirar: si por el niño o por las abuelas. A veces me digo: lo más fácil va a ser inventarme algo como si lo dijera el niño (imaginarse, por ejemplo: que dice que ya tiene ganas de irse a casa, y que hasta luego) y salir de aquí por patas. Otras veces pienso: venga, va, que está el muchacho aprendiendo a relacionarse y este tipo de interacción tiene que ser buenísima para sus conexiones neuronales. Y a todo esto sigo allí con la sonrisa, las rodillas machacadas y esa sensación algodonosa que se tiene cuando se tiene un hijo y hace lo que sea y tú lo ves: puro amor del bueno. Total, que vivo en un sinvivir, porque esas conversaciones a veces se alargan mortalmente en un bucle infinito del que mis rodillas y mi mano que peina el flequillo del niño para que las abuelas no me repitan que se lo corte, ya no saben salir.

Pero luego, ya de vuelta y con el enano dormido, pienso en que qué leches, que nos quedan pocas mañanas de sol, sin abrigo, sin gorro, sin bufanda, sin trastos molestos, solos él y yo disfrutando del parque y de la vida cotidiana que, en este pueblo por las mañanas, se mueve lenta y apacible... con abuelas incluidas :)


miércoles, 1 de octubre de 2014

La lógica aplastante

Yo ya escribí aquí un día que M. tenía una grandísima maniobra para sacar la miga del pan y dejar la corteza vacía. Eso mola. Lo que no ha molado nada de nada ha sido lo que ha hecho hoy, que es para prohibirle volver a acercarse a cualquier cosa parecida al pan hasta que tenga, así por decir una edad razonable, unos 30 años. 

Uno de esos días en los que todavía
no partíamos el bollito de pan.
La historia comienza con el hecho de que una parte bastante importante de nuestro día a día es la visita a la panadería de mis tíos, ya sea a pie dando un paseo o en coche según pasamos por la puerta del horno de camino a algún sitio. Hoy ha sido uno de estos días de ir en coche, aparcar en la puerta y salir a por el pan y a por el bollito de pan de rigor que mi tía suele regalar al enano. Hecho esto y ya de vuelta los dos en el coche, yo he hecho lo que hago habitualmente desde que el enano ya es más mayorcillo: partir el payesito por la mitad, dárselo para que vaya comiéndose la miguita caliente y enfilar la carretera. No sé, el niño ya es un poco mayor y come solito este tipo de cosas inocentes como lo es el pan, mucho más cuando voy controlando por el retrovisor la operación una media de siete veces al minuto. 

Bueno, pues así las cosas, en un primer vistazo por el mentado retrovisor, he visto cómo cogía un trocito de miga y se la comía; en un segundo vistazo, he visto cómo terminaba de coger otro trocito y lo llevaba entre sus dedos hacia la boca; en un tercer vistazo, le he visto con un trozo de miga en el dedo índice, de esto que se le había quedado pegado. Hasta aquí, todo bien. Pero en el cuarto vistazo, pues casi infarto: la miga le colgaba de un agujero de la nariz como si fuera un enorme moco de color blanco; un quinto vistazo ha bastado para cerciorarme de que los movimientos que hacía con el dedo no eran para sacársela, no, eran para meterla más adentro. En el sexto y séptimos vistazos lo único que he hecho ha sido asegurarme de que estaba bien, de que no se estaba poniendo de color morado y de que no le daba la ventolera de hacer lo mismo con el otro orificio nasal. 

Afortunadamente para todos, no le ha dado. Ha seguido tan pancho comiendo miga y mirando el paisaje, con el agujero izquierdo totalmente lleno de miga. Yo ahora lo cuento de chufla, pero en el momento no me ha hecho ni puñetera gracia. Total, que en esta tesitura hemos llegado a casa de mis padres (todo el show no ha durado más de dos minutos, en realidad) y allí he llegado yo con el niño bajo el sobaco aporreando el timbre y alertando a mi padre de la situación a gritos, abre que traigo un niño con un orificio llenito miga. Nos hemos puesto manos a la obra en lo más parecido a un quirófano que hay en una casa de bien: el baño materno. 

La primera opción ha sido el bote de laca, a ver si rociando el ambiente al muchacho le daba por estornudar y el proyectil salía solo disparado hacia el suelo. Bueno, pues no. Lo juro, parecía que el niño se había criado en una peluquería y que tenía la pituitaria hecha a ese tipo de olores, porque no ha meneado ni un ápice la nariz. Menos mal que teníamos un plan B en la manga, y ha sido el que ha dado resultado: yo he agarrado las manos del niño entre mis piernas y con las manos he abierto el agujerito de su mininariz cuanto he podido, mientras mi padre -previa retirada de gafas como todo buen profesional para ver bien de cerca- procedía a la extracción del cuerpo extraño con unas pinzas de depilar. Rápido, indoloro y eficaz, el resultado ha sido inmediato. Adios a la miga, hola tranquilidad. A todo esto, el niño se dejaba hacer diciendo de vez en cuando "¡susto!".

Hace un rato le he preguntado que por qué había hecho de meterse la miga en la nariz, que por qué se le ha ocurrido esa locura y que en qué cabeza cabe; él, sacando toda esa lógica que tienen los niños y que muchas veces los adultos nos empeñamos en no ver, coge y me dice: "paa oyer" (para oler).

Yo y los diez años de vida que he perdido hoy, nos hemos quedado de piedra. 

lunes, 29 de septiembre de 2014

Un gesto universal

Yo sé que la maternidad está llena, pero llenita, de lugares comunes. ¿Y? Algunos, doy fe, son un verdadero espectáculo para los sentidos. Existe uno, un gesto, un lugar, tan universal y a la vez tan inocente que puede incluso pasar desapercibido para aquellas personas que no tienen hijos pero que los que sí los tienen no tardarán en reconocer.

M. en pleno gesto  universal...del bonito :)
Es un gesto, por lo que he podido comprobar, bastante automático que surge de forma natural entre los niños de menos de cinco o seis años en múltiples circunstancias, siendo las más habituales el aburrimiento o la vergüenza. Si ya habéis visto la foto, lo sabréis: meterse entre las piernas maternas o paternas y agarrarse a las rodillas como si no hubiera un lugar más seguro en todo el planeta Tierra mientras se balancean hacia un lado y hacia otro sin sacar la cabeza de entre ambas columnas salvavidas. 

El gesto universal en versión coñazo, al menos según mi experiencia, es el provocado por el aburrimiento. Este hijo mío, por ejemplo, parece un ángel de luz en el mercado siempre y cuando se cumpla una premisa: que no haya cola. Si tenemos que esperar nuestro turno, es ahí cuando vendrá el problema y aparecerá el gesto precedido de una serie de avisos: primero se bajará del carrito o pataleará para que le baje de la mochila; luego jugará con sus cochecitos hasta un máximo de cuatro minutos; después, empezará a querer coger todo lo que pille a su alcance y, a poder ser, cuanto más peligroso o delicado sea, mejor (véase huevos, conservas de cristal, un cangrejo vivo); y, por último, pondrá en práctica ese gesto desesperado: se abalanzará sobre mis piernas en equilibrio inestable y tirará hacia abajo con tanto ímpetu que mis pantalones peligrarán. Desde ese momento, ya no habrá marcha atrás y tendremos que recorrer el resto de pasillos o puestos yo arrastrando como puedo al pequeño ser que me roba extremidades, y el pequeño ser partido de la risa y amuermao del aburrimiento siendo arrastrado como buenamente puedo mientras busco el monedero, intento que no se caiga, le agarro de un sobaco, y, al fin, pago la cuenta. Agotador. 

Pero, como yo soy una persona que intenta compulsivamente ver el siempre el reverso positivo de las cosas hasta en las que son más verdaderamente imposibles (y además en este caso no hay mucho trabajo que hacer porque el enano lo pone muy fácil), pronto divisé en este gesto universal su vertiente más bonita. Es, como ya he señalado antes, la vertiente que provoca la vergüenza. Tan solo se necesita una situación en la que aparezca un desconocido que interpele directamente al enano y ahí, en solo unos segundos, en el tiempo que el niño tarde en recorrer la distancia que nos separe en ese momento, surgirá la magia: para M. el mundo se reducirá, precisamente, al que pueda ver por el hueco que quede entre mis piernas y por el que asoma la cabeza mientras el desconocido le habla de niños vergonzosos. A lo sumo, si el desconocido tiene la paciencia necesaria - o las ganas de hablar conmigo suficientes- como para que se le pase la timidez inicial, M. dará el paso de girar de una manera muy complicada y muy difícil a mi alrededor, arrastrando la cara por el pantalón sin que se le vea ni un centímetro de piel para situarse en la misma postura pero al revés, de modo que pueda ver al desconocido de frente pero resguardado por mis piernas, para poder esconderse cuanto él considere necesario dependiendo de cómo vaya el grado de timidez. Yo le acaricio el pelo, muevo una pierna para sacarlo del escondite -que él vuelve a recolocar en segundos-, le hablo de las bondades del desconocido para él, le digo su nombre, me agacho a su altura, juntamos la nariz y nos miramos muy de cerca a ver si le convenzo. A veces sí, y a veces no. 

Y las veces que es que no, entonces me levanto sin dejar de tocarle el pelo para que sepa que no pasa nada, y me despido del desconocido sintiendo el peso del niño tímido que sigue mirando el mundo por el pequeño agujero que queda entre las dos perneras de mi vaquero. 


viernes, 26 de septiembre de 2014

Ignorado Rayo McQueen

Lo bueno de tener una hermana a la que saco diez años es que me sé de memoria, pero de memoria, todas las pelis de Disney. Qué sacrificio, eh. Lo que hace una por una hermana... Mentira. Mentira podridísima. Me encantan. Y la memoria, ay, se ha mantenido firme, al pie del cañón durante todos esos años que han pasado entre que finalizó la época de ver pelis con la niña que era mi hermana, y el momento en el que yo decidí tener un hijo, de modo que todavía recuerdo perfectamente cada compás. Fue fácil y habitual verme con mi bombo de ocho meses recorriendo las grandes superficies de entretenimento en busca de mi botín cinéfilo, deseandito que naciera el polluelo para rememorar aquellas grandes tardes de manta y sofá al ritmo de La Marcha de los Elefantes, del Supercalifragilístico, del Ciclo de la Vida. 
Mi muñeco Fillmore, amigo de Rayo y mi preferido,
acompañándome una noche cualquiera al teclado.
Sí, es mío :) El niño tiene otro.

Bueno, pues no. Éste, mi hijo, ha sido un niño que ha pasao de la tele olímpicamente durante mucho más tiempo del que yo, adicta a las películas infantiles, consideré razonable.

Pero empecé a currar, como ya he dicho, en casa. Y claro, es que aquello ya era de fuerza mayor: había llegado el momento de, mientras yo trabajaba, poner alguna de las pelis a las que yo llevaba año y medio quitando el polvo. Empecé, por aquello de hacerlo lo más natural posible, por la peli de Cars (es que a M. le encantan los cochecitos). Era una de las más nuevas, de estas que ya nos pillaron de últimas a mi hermana y a mi. Pero...me cautivó. A mí, sí. El niño, pues bueno…al principio, esto es, más o menos durante el primer mes, no hizo ni el más mínimo caso a la televisión. Pero ni el más mínimo, eh. Pero bueno, como soy una madre de estas preocupadísimas por el futuro de mi polluelo, y se la plantaba en inglés, yo me decía para mí “ bueno, ¿qué no hace caso a la historia? Pues por lo menos se va quedando con el tonillo, con el runrún del inglés”.

A las dos semanas me sabía los diálogos de memoria. Empecé a alternarla con el castellano para ver si así, en el idioma patrio, el crío se animaba. Nada. A las tres semanas, a punto de desistir de mis intentos televisivos, decidí no ponerla. Pero de pronto, entre los juguetes que invadían el salón y la pantalla del ordenador en el que yo trabajaba, llegó hasta mí un nuevo gruñido (todavía no hablaba) que se dirigía a la televisión. ¡El niño preguntaba por la peli! Oh, maravilla. Le puse el dvd…y se quedó enganchado. Yo le miraba flipando, apoyado él en la mesa con un cochecito en la mano. Pero la magia duro minutos; unos tres minutos, calculo yo. Después, empezó a sus cosas: rodar el coche por cualquier superficie y destruir, digo estimular su intelecto mediante el juego mientras la peli estaba de fondo. 

Yo, sinceramente, estoy ya de la peli hasta las mismas narices. Son muchos pases, ya. Ha habido incluso noches gloriosas en las que he soñado ser un bólido de carreras con una única preocupación: encontrar gasolinera. Que no es esto ni medio normal.

Bueno, pues como digo, así han pasado mucho meses, con la peli de Cars convertida en la banda sonora de nuestras mañanas a la que nadie hace caso: el niño porque pasa y la madre porque se la sabe de memoria. Pero el tío, aunque jamás se ha sentado ni cinco minutos a mirar los dibujos, se conoce a toda la banda: McQueen, Mate, Sally, Fillmore…y luego le regalaron la peli número dos, con Francesco, Holly....todos forman parte de nuestro día a día. ¿Cómo se ha quedado el colega con los nombres, colores y escenas en las que sale cada coche, si nunca jamás se sienta a verla, si siempre está más entretenido “cocinando” o haciendo filas de coches, o haciendo montañas de ropa? Nadie lo sabe. Pero es que el muchacho es como un perro con su hueso: tú prueba una mañana a no ponerle la peli. Se ofusca que da gusto, y ofuscado supervisa bien de cerca todo el proceso de apertura de dvd, selección de menú...en fin, todo el rollo mientras sigo los pasos para poner a Rayo una vez más. Y luego, una vez puesta la peli y en marcha todos los coches protagonistas de la bonita historia de amistad y esfuerzo, entonces ya sí, ya se siente él libre para ponerse a sus cosas y pasar totalmente de la pantalla.


Parece que ahora poco a poco, va entrando con Nemo…veremos qué nos depara ésta nueva aventura acuática. Por lo menos, seguro que un poco de variedad. ¡Algo es algo!

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Te lo dije

Corren por ahí voces maliciosas que dicen que estoy malcriando al niño, y algunas de ellas se basan en un hecho muy concreto: yo soy de esas que dejan el móvil al niño. A mí esas paparruchas de que si la pantalla es de cristal, de que si la trasera también es de cristal, de que si el sensor de nosequé… no me interesan. A mi niño le gusta hacer como que habla por el móvil con la gente, y ponerse el mío entre hombro y oreja y soltar una parrafada le hace muy, pero que muy feliz.

Practicando con la funda desde bien pequeñín
De modo que desde que quedó claro que esa era una de sus más preferidas actividades para jugar a eso que algunas personas ilustradas llaman “juego simbólico” (y yo llamo entretenerse solito), mi móvil ha viajado muchas veces al suelo. Muchas, incontables. Una vez, incluso se hizo una rajita. Nada, pequeña cosa sin importancia, hemos convivido con la rajita un montón de tiempo y además, que fue sin querer.  Las fundas que le pongo a prueba de golpes casi siempre han dado resultado, que a veces llevaba el móvil –sobre todo al principio, luego a todo se acostumbra una- que parecía una momia en invierno.

El tema es que claro, que M. juegue a hablar por el teléfono móvil, ha supuesto varias cosas:


-       Que yo lleve escuchando eso de “ el día que se te rompa ya verás tú qué gracia” desde hace muchos, pero que muchos meses.

-       Que en algunas de esas caídas se me haya salido el corazón del pecho al pensar que, esta vez sí que sí, había sido la definitiva y adiós fotos y adiós contactos.

-     Que muchos días haya perdido el teléfono durante horas porque claro, a saber dónde “colgó” el enano al terminar su última conversación con a saber quién.

De todas estas variables, la que más me ha fastidiado me ha dado siempre ha sido, adivina adivinanza, la de “ya verás tú”; lo que más rabia me daba de pensar que un día el niño lo fuera a romper de verdad era la cantidad de “ya te lo dijes” que iba a tener que escuchar. Pero, oh fortuna, ese día no ha llegado. Ni llegará.

No llegará porque ¡el móvil me lo he cargado yo solita! Sobre el disgusto tremendo que sentí al verlo rodar escaleras abajo tras pegar un incomprensible salto de mi mano, escuchando cada pequeño decibelio que indicaba que en efecto esta vez sí se iba a rajar el cristal entero y verdadero, pude sentir –no sin cierta sorpresa, la verdad, no pensé yo que fuera a tener el humor para esos trotes- una vocecita interna de triunfo, de alegría que decía algo así como… “jodeos, agoreros, que el móvil lo he roto yoJ



lunes, 22 de septiembre de 2014

Nime

Un buen día de este pasado mes de junio (una buena tarde, mejor dicho), sin previo aviso, M. comenzó a hablar. Estábamos en casa de los abuelos y soltó tres palabras como sin darse importancia: tía, pisti, gasias. Tarde memorable dónde las haya, porque hasta ese momento no había un dios que entendiera al enano salvo, claro está, sus atentos padres. Los padres tienen esa mágica virtud de entender que el crío tiene sed donde otros sólo escuchan un gruñido. Pero ese no es el tema.

Típico momento Nime
El tema que nos ocupa hoy es que desde ese memorable día, el niño ha ido añadiendo una palabra casi cada día a su vocabulario, a ese vocabulario infantil que sale de su boca con una voz tan bonita que es que no tiene descripción. Pues nada, todo seguía su curso maravilloso hasta que de un tiempo a esta parte, he detectado que el niño ha equivocado el significado de una palabra, de una palabra tan inocente como lo es la que se utiliza para contestar cuando alguien que está a tu lado te llama: “dime”.

En mi caso, lo aclaro, ese “dime” me sale solo, automático, y no me había dado cuenta hasta ahora de la cantidad de veces que a un hijo hay que escucharle, de la cantidad de veces que un hijo pequeño, un bebé, te llama y te necesita a lo largo día. Supongo que una vive sin darse cuenta todos esos días, los va sobrellevando con más o menos paciencia según pasan las horas, pero es algo tan habitual la charla continua en los enanos que a una ya le hace callo. Que me encanta hablar con el niño, eh, ojito. Nos traemos unas charlas filosóficas a las que ya quisieran muchos monologuistas o escritores  y escritoras acceder, son unas charlas fructíferas y desternillantes de las que gozamos la madre y el hijo a lo largo de las –infinitas- horas que pasamos juntos.

Total, que parece ser que tengo por costumbre escuchar a M. cuando tiene algo que decir. Parece ser que él, en muchos momentos dados de nuestro saturado día a día, dice “mami” y yo contesto “dime”. Y digo parece ser porque he debido de decir “dime” inconscientemente muchas veces, miles de veces, infinitas veces, porque el niño lo ha asimilado de una forma, vamos a llamarla así, exagerada. Vamos, que el crío para decirte “te quiero” o “dame un beso” o “mira qué guay la montaña que he hecho con los botes de las especias” te coge la cara con las manitas, te mira muy serio y te dice “nime”. Y lo que busca desesperadamente a modo de respuesta es la misma palabra de vuelta: “dime”.

De modo que lo que era un verbo conjugado para darle un pie receptivo a que me dijera lo que fuera lo que me quiera decir (vamos a dejar aquí a un lado los “diiiiiiiiiiiiiime” que de vez en cuando se escapan cuando te han llamado diez veces en un minuto), él lo ha traducido en su cabecita como  “aquello que dicen las personas mayores cuando me hacen caso”. Para él es la palabra mágica que se pronuncia siempre delante de todo, siempre que hace falta avisar de algo, siempre que acude a un mayor en busca de ayuda o comprensión.

Veamos unos ejemplos ilustrativos:

M. se cae y yo voy a recogerlo, y en lugar de decir yo que sé, duele, pupa, aupa…me mira, me planta el moflete en los labios y me dice “nime”. Y yo, como no, digo como puedo entre beso y beso: dime, hijo, dime. Y ya sí, ya se siente él con la atención suficiente como para llorar desconsoladamente o contarme cómo ha sido la caída: “bajo trisi caío e frente”, o lo que es lo mismo “me he bajado del triciclo y me he caído de frente con todo el cebollón”.

Otro ejemplo: M. se despierta de noche. Y en lugar de decir, “mami” o “papá”, ¿qué dice? La palabra mágica: “Nime”, se escucha en el cuarto in the middle of the night. Y entonces yo, guturalmente, le digo: “Dime, hijo” y él contesta: “Teta”. Y aquí paz y después gloria.

Sé que un buen día, igual que dejó de decir “bam bam” para decir “coche”, o igual que a veces ya no dice “disha” para decir “toallita”, el “nime” perderá el significado mágico que tiene hoy tanto para él como para mí, dejará de ser esa palabra mágica que todo lo puede. Pero mientras ese día llega, el “nime” es sin duda, una de esas palabras que atesoraremos con mimo, con mucho mimo.  Y, por qué no, puede que incluso pase a los anales familiares como una de esas palabras de jerga casera que dura y perdura a lo largo de los años :)