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viernes, 7 de junio de 2013

De compras con las niñas

Una boda. Dos damas de honor de 16 años. Un centro comercial gigante. Dos vestidos iguales que encontrar. Menos de un mes para la boda. Protagonistas: las dos damas -mi hermana y mi prima-, sus madres -mi madre y mi tía-, M. y yo.
No sé cómo me he ofrecido, de verdad. Cinco largas horas recorriendo el centro comercial más grande que te puedas imaginar. Creo que se han debido de probar 27 vestidos. Otros 20 los han mirado del derecho, del revés, consultado a las madres, probado así por encima delante del espejo, para tras veinte minutos de dudas dejarlos tirados en cualquier rincón de la tienda porque habían visto otro que les molaba mucho más.
El que a una le quedaba como un guante, a la otra le hacía caderas. El que le quedaba que ni pintado a la otra, a la una le hacía una teta más grande que otra. Cuando había uno que les quedaba bien, las madres decían que ni de coña. Cuando había otro que les quedaba fatal, a las pipiolas les encantaba. Cuando había uno que me gustaba a mí, sus cuatro pares de ojos se clavaban en mí con una clara expresión: ni de coña. Cuando dábamos con uno precioso, sólo quedaba talla para una. La una es rubia, la otra morena. El blanco roto le sienta bien a una y como un tiro a la otra. La madre de la una es más moderna que la madre de la otra. Una es más de enseñar cacho que la otra. Y así durante cinco largas horas.
M. y yo de un probador a otro, sentados en el suelo en esta tienda, sentados en un sillón en la otra, dando pasitos sobre la mesa de las camisetas en la de más allá. Ahora me buscaba la teta, ahora me chupaba el hombro, ahora le pongo en el fular, ahora viene la abuela y se abalanza sobre ella. Ahora aparece la tía eufórica perdida entre tanto trapito y  le come a besos, ahora viene la prima y me le repeina diciendo por cuarta vez que a este niño hay que cortarle el pelo. El fin de la tarde se acercaba peligrosamente sin vestido cuando de pronto, ha aparecido EL vestido en un escaparate dentro de la tienda más petada de todo el centro comercial. Tres cuartos de hora después, M. y yo las vemos venir a las cuatro como salidas de un saloon el oeste, entre una nube de polvo, equipadas con el modelito: dos vestidos, dos fajines, dos pares de zapatos.
M. da palmitas, no sé si de pura desesperación por la tardecita que le he hecho pasar y que intuye llega a su fin, o porque las sonrisas de alivio de las madres – y de las damas, y de las damas- eran de lo más contagioso.
No sé yo si me volverán a pillar en una de estas. Aunque….nos hemos reído a tope, eso sí.

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