Yo sé que la maternidad está llena, pero llenita, de lugares comunes. ¿Y? Algunos, doy fe, son un verdadero espectáculo para los sentidos. Existe uno, un gesto, un lugar, tan universal y a la vez tan inocente que puede incluso pasar desapercibido para aquellas personas que no tienen hijos pero que los que sí los tienen no tardarán en reconocer.
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M. en pleno gesto universal...del bonito :) |
El gesto universal en versión coñazo, al menos según mi experiencia, es el provocado por el aburrimiento. Este hijo mío, por ejemplo, parece un ángel de luz en el mercado siempre y cuando se cumpla una premisa: que no haya cola. Si tenemos que esperar nuestro turno, es ahí cuando vendrá el problema y aparecerá el gesto precedido de una serie de avisos: primero se bajará del carrito o pataleará para que le baje de la mochila; luego jugará con sus cochecitos hasta un máximo de cuatro minutos; después, empezará a querer coger todo lo que pille a su alcance y, a poder ser, cuanto más peligroso o delicado sea, mejor (véase huevos, conservas de cristal, un cangrejo vivo); y, por último, pondrá en práctica ese gesto desesperado: se abalanzará sobre mis piernas en equilibrio inestable y tirará hacia abajo con tanto ímpetu que mis pantalones peligrarán. Desde ese momento, ya no habrá marcha atrás y tendremos que recorrer el resto de pasillos o puestos yo arrastrando como puedo al pequeño ser que me roba extremidades, y el pequeño ser partido de la risa y amuermao del aburrimiento siendo arrastrado como buenamente puedo mientras busco el monedero, intento que no se caiga, le agarro de un sobaco, y, al fin, pago la cuenta. Agotador.
Pero, como yo soy una persona que intenta compulsivamente ver el siempre el reverso positivo de las cosas hasta en las que son más verdaderamente imposibles (y además en este caso no hay mucho trabajo que hacer porque el enano lo pone muy fácil), pronto divisé en este gesto universal su vertiente más bonita. Es, como ya he señalado antes, la vertiente que provoca la vergüenza. Tan solo se necesita una situación en la que aparezca un desconocido que interpele directamente al enano y ahí, en solo unos segundos, en el tiempo que el niño tarde en recorrer la distancia que nos separe en ese momento, surgirá la magia: para M. el mundo se reducirá, precisamente, al que pueda ver por el hueco que quede entre mis piernas y por el que asoma la cabeza mientras el desconocido le habla de niños vergonzosos. A lo sumo, si el desconocido tiene la paciencia necesaria - o las ganas de hablar conmigo suficientes- como para que se le pase la timidez inicial, M. dará el paso de girar de una manera muy complicada y muy difícil a mi alrededor, arrastrando la cara por el pantalón sin que se le vea ni un centímetro de piel para situarse en la misma postura pero al revés, de modo que pueda ver al desconocido de frente pero resguardado por mis piernas, para poder esconderse cuanto él considere necesario dependiendo de cómo vaya el grado de timidez. Yo le acaricio el pelo, muevo una pierna para sacarlo del escondite -que él vuelve a recolocar en segundos-, le hablo de las bondades del desconocido para él, le digo su nombre, me agacho a su altura, juntamos la nariz y nos miramos muy de cerca a ver si le convenzo. A veces sí, y a veces no.
Y las veces que es que no, entonces me levanto sin dejar de tocarle el pelo para que sepa que no pasa nada, y me despido del desconocido sintiendo el peso del niño tímido que sigue mirando el mundo por el pequeño agujero que queda entre las dos perneras de mi vaquero.