Estamos criando a un chef.
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En sus dominios, creando. |
Yo pensé que criaba a un hijo, pero no, es un chef. Un chef de esos que igual que un día te festejan un arroz con una pompa que te sube la moral culinaria hasta los topes, a la semana siguiente te salen con una vertiente crítica que te hunde en cuanto detectan la más mínima irregularidad en la receta. M. es uno de esos implacables que no permiten ni una alteración en el agradable discurrir de los sabores conocidos. Voy al grano: él, gran cocinero donde los haya, no tiene aprecio ninguno por las verduras, salvo el brócoli y ya empieza a aburrirse (normal, si es que lleva tres años a un ritmo que está a punto de terminar con las reservas mundiales del preciado crucífero). Por esta razón, nos tiramos gran parte del invierno tomando calditos, que a mí me lavan bastante la conciencia porque llevan verdura, quieras que no, y porque sin duda son lo que más le gusta comer, se ve que ha salido a la familia.
El caso es que cuando me salta la alarma de la verdura y pienso "joder, este niño hace muchos días que no prueba el calabacín", me pongo en modo Salvar al Soldado Ryan y asumo con entereza mi misión: conseguir que entre algo de color verde en ese cuerpecillo. El último intento ha sido el de intentar darle gato por liebre, de modo que me puse a hacer una crema de verduras. La receta comenzó como comienzan todas las recetas de cremas de verduras: lavando y pelando. Todo discurría por cauces normales hasta el paso final, el paso en el que yo iba a perpetrar mi trampa: el momento de triturar. El cambiazo consistió en dejar el resultado con textura de caldo en lugar de con textura de crema.
Nos sentamos a la mesa como un día normal, y de primeras el cambiazo dio resultado:
-¿Sopaaaaa? ¡Qué rico mamá!!!
-¿Verdad? Toma, toma, con pajita.
Mi estrategia era la de que entrara cuanta más verdura en ese cuerpo, mejor, y qué mejor método que con la rapidez de la pajita. He de decir que esto ya le resultó raro, pero tampoco dijo mucho. Yo creo que pensó que total, la sopa es sopa se coma como se coma. Tomó unos primeros sorbitos con mucha motivación (yo creo que embelesado por el recuerdo del sabor de los calditos conocidos), hasta que de pronto arrugó la nariz. Yo solté mi cuchara muy lentamente, intentando no pestañear. De hecho disimulé vilmente, agachándome a hacer un cuchicuchi a la niña. No coló.
-Mamá, este caldo está raro.
-¿Raro? ¿Como que raro? Yo lo encuentro buenísimo...
-Está raro.
-Pues no sé... dale otro sorbito, a ver. (Yo, que como estaba viendo cómo se avecinaba el momento en el que me fuera a descubrir el pastel, quería aprovechar los pocos segundos de engañifa que me quedaban).
El niño pegó otro sorbito. Soltó la pajita. Miró el cuenquito. Me miró a mi y muy serio me preguntó:
-¿Mamá, tú le has echado pollo?
-Uy...pues ahora que lo dices, la verdad es que no, se me habrá olvidado... Dale otro sorbito, hijo, dale.
-¿Y un hueso de jamón? ¿Le has echado?
-Pues... pues ¡tampoco!
-Claro, ¡ya decía yo que esto estaba raro!-
Y a continuación pronunció la sentencia final:
"A mí este caldo no me gusta. No me lo como".
Y ahí se terminó, esa frase fue el fin de nuestra verde aventura. Apartó con un gesto bastante universal el tazón de su vista y se cerró en banda. Que él no se tomaba esa sopa, vamos.
Resignada, me la tomé yo. Ahora, que en ese mismo momento, mientras paladeaba y asumía que eso no sabía a sopa ni por asomo, comencé a maquinar nuevas fórmulas maléficas para disimular las verduras en el menú semanal, hasta el día que sea más lista que su olfato y su gusto y pueda colarle lo verde en un plato que le haga levitar. ^^