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domingo, 22 de septiembre de 2013

La pequeña república

Ayer hubo mucha gente en casa, celebramos el cumple del enano con los amigos y la familia más cercana. Hizo muy buen tiempo, así que estuvimos en el jardín hasta las doce o así que se fueron los últimos amigos, con sus dos niños dormidos, agotados, apoyados en los hombros y con los morretes todavía manchados de tarta.
El caso es que el jardín está al lado de la cocina, como todo lo fresquito estaba en la nevera, estábamos todo el tiempo pasando a ella. La gente entraba, se apoyaba en la encimera, se sentaba en un taburete, cogía una lata, se asomaba por la ventana, volvía a salir. Es una cocina grande, a mi modo de ver acogedora. Pasamos en ellas muchas horas del día, a veces viene gente y nos sentamos allí mientras hierve el agua de la infusiones o mientras sube el café, y luego nadie se acuerda de volver al salón.
En nuestra cocina hay siempre una mesa con mantel de tela, con una flores en el jarrón que cambio cuando me acuerdo, cuando se secan, cuando aparecen otras nuevas en el campo de al lado y nos acercamos en un momento a recogerlas. A veces huele a café, otras muchas a pan tostado. Ayer la compararon con un pueblo del Pirineo que siempre huele a chocolate. El horno es un horno activo, al que conozco bien y sé que calienta más de lo que dice, he horneado mucho ya en él. Escribo en mi ordenador mientras en su interior crecen los bollos, o las tartas de manzana, o se forma la base para hacer la tarta de limón que tanto le gusta al padre. Me gusta levantarme de vez en cuando, dejando a medias lo que escribo, acariciar la cabeza de M. que juega en el suelo con unas tapas de potito, y acercarme al horno. Oler el aire que se escapa de él. Intentar adivinar con mi ojo clínico cuántos minutos le quedan. Si M. empieza a quejarse por estar muy solo, le cojo, abrimos la ventana, miramos al gato.
Muchas veces suena la vieja minicadena, otras muchas escribo en silencio, o escuchando el parloteo de M., o los planes de la vecina con su novio calvo, que es que se oye todo. M. llega a la minicadena desde su trona, y a veces cambia y de pronto se oye a un locutor desconocido que parece que está sentado frente a mí en la silla de madera.
Mi cocina se transforma, y parece otra cocina cuando viene mi hermana y se agacha para sintonizar su dial, ese dial de música de fiesta, regetton, de música de bailar y saltar. Y veo cómo se llena el vaso de agua, o cómo abre la cocacola y se acuerda de las fiestas del pueblo, y canturrea esas letras pornográficas y se ríe porque se debe de acordar de algo que le pasó en el pub con esa canción de fondo.
Las paredes son amarillas, yo pego fotos, pego posters, pego calendarios, pego lo que sea. Escribo en ellas la altura de M. el día de su cumple, me imagino todas las líneas que acabarán apareciendo a lo largo de los años señalando alturas de más niños, de mis niños.
confeti
Restos de confeti
Es una cocina en la que se puede hablar durante horas. En la mesa se puede poner la máquina de coser, se puede conectar el ordenador, se puede pintar con acuarelas. Se podrán hacer deberes, repasar lecciones, tomar colacaos a última hora hablando de las cosas pendientes para mañana. Se pueden oír las noticias, leer a gusto, abrir las ventanas y respirar.
Ayer a última hora, rodeados de platos sucios, de montones de vasos con restos de fanta, de trozos de empanada abandonados, el padre y yo recogíamos los restos de la fiesta. M. dormía en el sofá, al fin, agotado y desconcertado, que hasta lloró cuando todos emocionados le cantamos el cumpleaños feliz y yo creo que él  pensaba qué les pasa a todos estos locos que parecen idiotas. Como digo, estábamos ya recogiendo los dos, descalzos, partiéndonos de risa con algunas cosas que nos habían hecho reír durante la fiesta.
Mientras yo zampaba brownie con helado de vainilla sentada en el suelo como si no hubiera mañana, le miraba a él poner el lavaplatos. Desde que llegó M. estos momentos de relax adulto son cada vez más fugaces (han sido sustituidos por otros momentos que nada tienen que ver pero que son mágicos también), y como ya se sabe que en una familia también se discute y se grita, cuando llega esta calma tras un día tan agotador es una verdadera maravilla ser consciente de esa paz doméstica y valorarla tanto como esos momentos de tormenta que forman parte también de la vida.
Sentada en el suelo, agotada y medio dormida, me acordaba de toda la gente querida que había venido, de la que faltó, de la tarta que hice a mi hijo con tanta ilusión, del jardín lleno de risas, de mi gente recordando momentos, del suelo del pasillo lleno de confeti con forma de Mickey que cayó del último regalito que le trajeron a M.
A veces, y sólo a veces, se llega una a dar cuenta de lo que realmente significa la palabra hogar.


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