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miércoles, 24 de julio de 2013

¡Ay, madre!

Hoy venía en el coche con M. y de pronto me he acordado de una cosa.
Me he acordado de la inmensa alegría que suponía que mi madre llegara de trabajar. Solía ser bastante tarde, entre las siete y media y las ocho de la noche. Ella, cuando tenía mi edad, montó un negocio en uno de los primeros centros comerciales que comenzaron a funcionar en Madrid, se llama La Vaguada y aún hoy está en funcionamiento. El caso es que la mercería era el negocio de mi madre, muy bonito pero muy sacrificado, tan sacrificado que nos veíamos unas tres horas al día: una antes de irse por la mañana hasta que nos dejaba en el cole y dos al volver, más o menos.
El recuerdo que me ha invadido de pronto ha sido el de las tardes, después del colegio, jugando en la calle de la urbanización. Nos recogía una vecina, buena amiga nuestra, a la vez que recogía a su hija, Andrea, y nos tirábamos lo que quedaba de tarde haciendo deberes o jugando en la calle esperando a mi madre. El caso es que según pasaba el rato, mi hermano y yo dejábamos de estar pendientes del juego para estar pendientes de la verja. Yo le veía a él que alternaba miradas a la rayuela con miradas a la verja, carreras del pilla pilla con carreras a la verja, escondite con escondite cerca de la verja. Y yo, aunque él no se diera cuenta porque siempre ha sido menos sensible que yo para esos detalles, hacía lo mismo.
Nos divertíamos, lo pasábamos bien con los demás niños, hacíamos los deberes más o menos centrados…pero estábamos pendientes en todo momento de que la verja sonara y apareciera el morro blanco del coche de mi madre. Recuerdo perfectamente que había días que hasta se me caían algunas lágrimas cuando la veía aparecer, creo que de pura ansiedad que había ido generando durante la tarde.
Cuando ocurría que la verja comenzaba lentamente a abrirse, mi hermano y yo salíamos corriendo, esto era así. Ya podíamos estar en el mejor escondite de todos,  ir ganando al 21, estar empapados dentro de la piscina o dejar la portería de nuestro equipo vacía, que salíamos corriendo a toda leche la cuesta arriba. El que primero llegaba – habitualmente mi hermano, joder, siempre he sido una torpona-, abría la puerta del lado del conductor y se subía encima de mi madre, que yo creo que hasta le hacíamos daño a la pobre. El premio consistía en que ella echaba el asiento un poco para atrás y nos dejaba sentarnos encima de sus piernas a hacer como que éramos nosotros los que bajábamos el coche hasta nuestra casa, la penúltima de las quince que forman la urbanización. Era alucinante la sensación: con ella, conduciendo un coche y con todos los de la pandilla mirando embobados. Ah, el que había llegado el último de los dos se quedaba sentado en la parte de atrás como un pardillo mirando el panorama, pero disfrutando un poco de esa envidilla que generábamos en los demás niños.
Cuando llegábamos a nuestro sitio la ayudábamos a descargar si tenía compra, las bolsas con mil historias de la tienda que siempre llevaba y traía, su bolso o algún material que le habíamos pedido por la mañana para llevar al cole el día siguiente. Cuando la veía entrando en casa y reviviendo todos los objetos con su presencia -levantaba las persianas, hacía la cena, ponía la lavadora, nos preguntaba el tema mientras colocaba la compra, sacaba la cinta que habíamos dejado por la mañana puesta para grabar Willy Fog- me invadía la tranquilidad y la calma, la sensación de estar en casa.
Era un momento precioso, lo recuerdo con mucha nitidez porque realmente se me hacía eterno el día entero sin verla. Claro que luego empezaba con las espinacas y las pescadillas para cenar y el sentimiento cambiaba un poco ;)

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