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martes, 5 de noviembre de 2013

La culpa fue de la tecnología

Algunas veces, los esfuerzos maternos por criar ciudadanos de bien se ven truncados por los más inverosímiles hechos. En el caso que nos ocupa, la culpa fue de la tecnología. También es verdad que yo tengo un pequeño trauma con esto de la carrera tecnológica, tengo miedo de que lo próximo que anuncie el heredero de Jobs sea una aplicación para que la colleja de la madre en el momento de enajenación filiar transitoria llegue vía 3G, y te encuentres con el picorcillo en la nuca sin beberlo ni comerlo.
M. en una de sus fantásticas y armoniosas imitaciones
Pero en fin, ese día todavía no ha llegado, y mientras esperamos su aparición nos tendemos que conformar con las inquietantes grabaciones de voz que desde hace unos meses ha puesto whatsapp en funcionamiento. Resulta que entre los más jóvenes se han puesto de moda, parece ser, por el tiempo que ahorran y porque las entonaciones que se quieren dar al texto son mucho más fáciles de transmitir, no como antes, que un ok tenía que ir acompañado de una sonrisilla para eliminar cualquier sombra de bordería.
El tema está en que son muy poco discretas. Nada discretas, la verdad. La única forma de que los que tienes al lado no se enteren de tu grabación es poniéndote unos cascos. Y no siempre hay. Y ese hecho, por carambolas del destino, me fastidia la estrategia educadora de M.
Veníamos mi madre, mi hermana, M. y yo en mi coche. Un frío tremendo, un montón de gente en la consulta del médico, una hermana pequeña en plena edad del pavo y una madre que no era capaz de poner los cinturones de la silla del niño en el coche. Y esa madre es palabrotera. Muy palabrotera. Yo no sé, de verdad, cómo mis hermanos y yo hemos salido tan comedidos en el tema del lenguaje; hombre, alguna se nos escapa, pero controlando un poco el entorno y esas cosas. El tema es que como M. empieza a ser un hombrecillo pequeño y medianamente autónomo, hay que tener mucho ojo con lo que se hace delante de él, porque es que está empezando a repetirlo todo; pero todo, todo. Ayer le encontré dándose colorete. El otro día, removiendo con la cuchara de palo un puchero imaginario que se cocía en su gorro. Y si me despisto me lo encuentro pasando el mocho a toda superficie plana que encuentre por la casa. Y con el lenguaje, no puede ser menos.
Mi madre, como decía, iba intentando atar al niño y soltando lindezas por esa boquita de piñón que tiene, con una frecuencia de cuatro joderes por cada intento de abrochar el cinturón. Ya tuve que intervenir, claro: mamá, mira a ver si puede ser posible que no digas tanta palabrota seguida  y a dos centímetros del niño, que me va a salir un macarra. Me llamó madre acelga, madre sosa y no sé cuantas cosas más. Lo sé, es muy coñazo escuchar ese tipo de cosas, peeeero es lo que hay, es mi misión educar a este niño en un vocabulario decente.
Bueno, pues cuando la retahíla de mi madre llegó a su fin, un conciudadano galapagueño decidió adelantarme en plena rotonda y…sí, dije un JODER como una casa. Bien alto. Me cayeron por todas partes, os podéis imaginar. En fin, alegué que el mío tenía un motivo y estaba plenamente justificado, bla, bla, bla… al final, las aguas volvieron a su cauce. Hasta que una grabación de whatsapp de mi hermana vino a romper el milagro:
-¡Me toca la POLLA!- Esta fue la afortunada afirmación de mis primas pequeñas, una jovenzuela salada, afirmación que retumbó bien alto en la pequeñez de mi coche.
¿Adivináis lo que dijo M. nada más acabarse la grabación?
Si es que yo lo intento, pero a veces los elementos juegan en mi contra :)

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